martes, 25 de noviembre de 2014

El color de la nieve


EL COLOR DE LA NIEVE

Y otra vez ese sueño.
A veces, me despierto en mitad de la noche sin saber qué hacer. Los ojos se me nublan y siento un enorme pinchazo en lo más profundo de mi corazón. Entonces, me levanto de la cama muy despacio, con cuidado de no despertar a mi padre, y me dirijo al salón. Y la veo a ella una vez más. En realidad, ninguna noche quiero despedirme. Ninguna noche es buena para decir adiós.
Desde pequeño, solía contar las estrellas del cielo con mi madre. Ella siempre me hacía sentir bien todas las madrugadas, cuando nos sentábamos en el banco que había junto a la puerta de casa y mirábamos hacia arriba. Luego mi padre nos traía un chocolate bien calentito, y acto seguida daba mis primeros indicios de sueño. Mi madre me contemplaba y sonreía, y pasados unos minutos me llevaba a mi cama. Todavía recuerdo su cabello casi blanco como la nieve que rodeaba nuestro hogar. Todavía recuerdo sus ojos claros y su blusa, incluso sus palabras, que siempre eran las mismas: ''no tengo frío. Estoy muy bien aquí, ya estoy acostumbrada''. La vida en la cabaña era agradable, sobre todo si su corazón cálido seguía latiendo. Era mi fuego preferido para calmar aquel frío que ella parecía ignorar.
Todo se asemejaba al canto de los ángeles; un paraíso eterno del que no se podía escapar porque no se podía ser más feliz. Pero, desgraciadamente, aquel nefasto año la ventisca se la llevó para siempre. Una terrible enfermedad me la arrebató. La noche de su muerte el viento nevado soplaba con más fuerza...y mi corazón moría de pena, rozando cada recuerdo con el dolor. Mi madre, segundos antes de que el cielo se la llevara para siempre, me transmitió todo el amor que le quedaba por transmitirme mediante sus ojos y me juró que me cuidaría desde arriba. Por aquel entonces yo tenía siete años.
- Mamá, ¿a dónde te vas?
- Cariño...- me dijo con la voz débil.- ¿Te acuerdas cuando mirábamos las estrellas desde el banco? ¿Te acuerdas que negro era el cielo y que brillante?
- ¡Sí, mami!- grité con impaciencia.
- Pues allí me encontrarás cada vez que quieras hablar conmigo, pequeño. Sólo tienes que mirar para arriba, y allí estaré para ti...sólo para ti.
- ¿Y como sabré que me oyes, mami?
- Cuando veas que parpadee mi brillo, Kyle. Así sabrás que te respondo.- dijo mi madre, haciendo un esfuerzo por no perder el aliento.
- ¿Me prometes que estarás ahí? ¿Me lo prometes?
- Te lo prometo, cariño.
Recuerdo ver a mi padre llorar como un niño pequeño cuando mi madre cerró los ojos. Incluso después de expirar seguía siendo tan bella como una rosa. Parecía que estaba durmiendo, con sus suaves manos puestas sobre el pecho y su expresión de la cara tan pura y natural. Yo le cogí la mano, para ver si reaccionaba, pero llegué a la conclusión de que ya no estaba ahí, sino que se encontraba entre las estrellas, en aquel cielo tan brillante y oscuro que ella me había descrito.
A la semana de morir mi madre, mi padre encargó al pintor más famoso de la zona un cuadro. Un cuadro que mes y medio después sería un retrato de la mujer más hermosa del mundo. El pintor se basó en una foto que mi padre tenía guardada en el cajón de su dormitorio. Aquella foto me recordaba a mis años de infancia muchísimo, y cada vez que la veo escapo alguna lagrimilla. El cuadro ocupaba casi toda la pared central del salón y tenía como protagonista a mi madre, con su blusa veraniega tan característica. Una sonrisa de oreja a oreja le atravesaba su lindo rostro. Los mismos ojos, el mismo cabello; sin duda, era ella plasmada en arte. El arte más hermoso que un ser humano pudo jamás contemplar.
A partir de ese momento, antes de acostarme, todas las noches, contemplaba el cielo varias veces para buscar el sitio que mi madre me había dicho. Y entonces, divisaba un punto de luz más grande que los demás. Ahí estaba ella. Seguro que, en algún lugar del espacio y del tiempo, ella me estaba esperando ahí. Le relataba todo lo que me había pasado en el día y todas las pequeñas broncas que había tenido con mi padre, que desde su muerte todas las noches se encerraba en su habitación a llorar y a lamentarse por su soledad. Aquella estrella parpadeaba; era mi madre, que había escuchado lo que le decía. Un escalofrío tan dulce como sus ojos me atravesó el cuerpo.
Pero, sin duda, el tormento que me hacía recurrir a ella muchas más veces de las previstas era mi pesadilla. Casi todas las madrugadas, cuando conciliaba el sueño, mi corazón se llenaba de oscuridad y soñaba con una muerte de mi madre distinta a la que yo conocía. ¿Qué estaba pasando? Mi madre había muerto debido a una enfermedad, no por causa de una avalancha en la nieve. Confuso, le conté al cielo lo que me pasaba, pero esta vez no me contestó. Parecía que mi madre se había olvidado de mi. Su retrato tampoco me decía nada. En medio de la noche, me escapaba para conversar con el cuadro, del que ninguna madrugada me quería despedir. Ninguna. Pensé en lo duro que era dormirme sin sus ojos mirándome o su cabello provocando la cotidiana brisa de dulzura.
Mi pesadilla duró meses y meses, hasta que un día mi vida cambió, o lo que quedaba de ella. El atardecer de un veinticinco de diciembre cogí a mi padre por el brazo y le miré intensamente. Era la Navidad de mis dieciocho cumpleaños. Él se paró en seco y, con el rostro lleno de lágrimas, me invitó a sentarme en el banco que yo tantas veces había degustado con mi madre.
- Hijo mío, hay algo que nunca me atreví a decirte.
- Yo tampoco, papá.
- ¿Qué es lo que me tienes que contar?
- Hace tiempo que tengo una pesadilla de mamá bastante horrible...Sueño que ella se queda atrapada en la nieve y una avalancha acaba con su vida...
Mi padre se quedó pensativo y me miró con resignación.
- Realmente tu madre murió así.
Me quedé petrificado. Algo dentro de mi estalló en mil pedazos cuando mi padre pronunció esas palabras.
- Hijo, no sé como decirte esto...
- No te lo calles, papá. Dímelo.
- Aquel día, cuando mamá se dirigía a casa de la ciudad, una ventisca le sorprendió. Buscando refugio en cualquier sitio cercano, fue a parar a una especie de peña. Y, para su sorpresa, una avalancha que descendía ladera abajo acabó con ella. Pero no sólo ella sufrió tal desgracia...
- ¿Quién murió con ella?
- Hijo...aquel día...tú estabas con ella.
- ¿Estás diciendo que yo morí también? Pero, papá, es imposible...
Definitivamente, llegué a pensar que la pérdida de mi madre había trastornado al pobre y desgraciado de mi padre. Pero pronto descubriría que no era así. Que yo era el que estaba trastornado y que mi existencia tendría que haber acabado hace mucho tiempo.
- Contempla tus manos.
- ¿Qué les pasa? ¡Están normales!
- Fíjate bien.
Contemplé mis manos una y otra vez, pero no encontré nada extraño.
- No veo nada raro, papá. ¿Qué tratas de decirme?
- Espera aquí. Vuelvo ahora.
Mi padre tardó en venir. Quizás cuando volviera a hacer acto de presencia me diría que todo aquello era una broma de mal gusto causada por su trágica pena. Pero no fue así. Cuando volvió al banco, me entregó un espejo algo viejo y desgastado, y me dijo que me mirara en él. La imagen que se formó en el espejo no era yo, sino un niño.
- Ese no soy yo. Es imposible.
- Sigues teniendo siete años.
- ¡Yo tengo dieciocho! ¡Papá, es imposible!- grité llorando.- ¡Deja de hacerme daño!
- Es el único espejo en toda la casa en la que puedes verte como eres, Kyle. Y es porque tu madre se miró por última vez en él antes de morir. El recuerdo de su reflejo es la pista que necesitabas para darte cuenta de que ya no perteneces a este mundo.
- Entonces...¿lo dices en serio? ¿Estoy muerto de verdad?
- Sí. Y soy yo el único que puedo verte. Tú y mamá moristeis aquel día debido a las heridas que os causaron las piedras. Pero te resististe a irte con ella y te quedaste aquí. He ahí la razón por la cual tienes esa horrible pesadilla. Ella te está llamando.- dijo mi padre, con dos sendas húmedas que le adornaban el rostro y que contenían el mayor dolor del mundo.
Ahora lo comprendía. Todo estaba relacionado. El cuadro, las estrellas, el sueño...todo me llevaban a ella. Quería que me fuera con ella para abandonar este mundo, del cual me despedí físicamente hace tiempo.
- Supongo que ya es hora de irse.- le dije a mi padre acariciándole. En esos momentos me di cuenta de que, a partir de ese momento, mi padre iba a ser un cuerpo vacío toda su vida. Su corazón ya se había ido con nuestra muerte.
Me levanté del banco y miré al frente. Una mujer, con una amplia sonrisa y con una blusa blanca, me estaba esperando impaciente. Me tendió la mano y me animó a ir con ella. Ahora comprendí a lo que se refería mi madre cuando me dijo aquella frase: ''allí me encontrarás...te esperaré...en el cielo oscuro y brillante''. Me estaba llamando. Miré a mi padre por última vez y le pedí perdón por todo lo que había ocurrido. Él se puso de rodillas y aumentó su llanto, lamentando su existencia y pidiendo al cielo irse con nosotros. Pero aquel era nuestro momento, el mío y el de mi madre. La hora de volver a encontrarnos. La hora de ir a donde realmente pertenecía. Con una armoniosa sensación de libertad y de amor, me encaminé hacia mi madre, que mantenía la sonrisa firme. Y en el preciso momento en que empezaron a salir las estrellas, una luz blanca como el color de la nieve nos tragó a mi madre y a mí. Aquella noche, mi padre observó que en el cielo ya había dos estrellas brillantes como el fuego en vez de una. Respecto al cuadro de mi madre, ella ya no aparecía sola. Aupaba a un niño de unos siete años, y ambos sonreían. Aquella mujer tan bella parecía querer con todo su corazón a su hijo, y aquel niño que nunca creció... parecía ser el más feliz del mundo.  

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