lunes, 22 de septiembre de 2014

La casa de la familia Santamaría




LA CASA DE LA FAMILIA SANTAMARÍA


El día en que Bianca se despidió del mundo para siempre, Dafne y Juan no volvieron a ser los mismos. Aquellos hermanos, tan felices y jóvenes, deseaban que su madre volviera con ellos para abrazarles y besarles. Pero ya nada se podía hacer. Aquel cuerpo inerte había abandonado el alma tan preciada que escondía dentro de las entrañas. No se volvería a oír la voz de Bianca, ni sus hijos podrían volver a sentir el cálido tacto de sus manos a punto de derrumbarse.
Alejandro, el marido, se deshacía en lágrimas mientras los chicos contemplaban el rostro sereno de su madre muerta. Un rostro tranquilo y juvenil manchado por la presencia de la muerte. El padre de familia desde siempre había admitido ser débil, que su mujer era la fuerte, la guerrera de aquella familia que entre los dos habían formado. Y ahora la línea de la vida de Bianca había sido cortada por el destino y una brecha negra llena de dolor se había abierto en los corazones de los que lloraron su pérdida.
Quizás el recuerdo de ver a una madre sonriente y llena de vida fue el impulso que llevó a Dafne y a Juan a visitar la casa materna. Querían descubrir la parte de Bianca que no conocían. Dafne pensaba que ese era el único misterio que su madre guardaba en lo más profundo de su corazón: su familia. A Juan, seis años menor que su hermana, le apasionaban aquellas cosas.
El destino que la familia Santamaría había elegido muchos años atrás para formar un hogar se encontraba en un pequeño pueblecito de la costa, de nombre Vieira. Allí, Santiago y Ángeles, por entonces abuelos de Bianca, vivían felices con sus hijos y con la gran variedad de lirios y gnomos que adornaban el jardín de la casa. El mar se podía sentir a lo lejos, bailando al son de lo que parecía una música de leyenda.
Cuando Juan, acompañado de su hermana y de su padre, entró al jardín para acceder a la casa, se quedó prendado de los gnomos que ejercían de guardianes del lugar. Pensó que aquellos hombrecillos de piedra cobraban vida por la noche, atendiendo al misterio de la noche para evitar intrusos, ladrones o curiosos. Pero la casa, un clásico edificio de dos plantas, servía de lección a aquellos que querían meter las narices más de lo que les marcaba su prudencia: el paso del tiempo había dotado a la casa de un aspecto turbador.
- No me convence esto, chicos. ¿Queréis que volvamos a casa?- dijo Alejandro, inseguro debido al aspecto que ofrecía la casa.
- Papá, escúchame bien.- expuso Dafne.- Esta es una oportunidad muy buena para conocer a mis abuelos, aunque estén muertos. Aquí vivió mamá hasta que te conoció y estoy segura que encontraré muchos recuerdos que me completen aquella parte vacía de mamá. Entiendo que tú no quieras quedarte…estaremos bien.
- Hay un par de vecinos a los que podéis pedir cualquier cosa si lo necesitáis. Os dejé comida en la nevera. Y si pasa algo t…
- No te preocupes, papá. Son sólo dos días.
- Ya, pero…- siguió Alejandro. La muerte de su esposa le había convertido en un hombre pesimista y sin ilusión.
- Cuida de tu hermano, Dafne. Y de ti. Si mamá nunca nos contó nada de su familia por algo sería.
Acto seguido, Alejandro besó a sus hijos y se marchó, dedicándole una mirada taciturna a su hija. Observó que Juan estaba jugando con los gnomos.
Cuando Dafne abrió la puerta, un escalofrío le recorrió el cuerpo de punta a punta. Su hermano Juan estaba en el jardín, entretenido con los pequeños detalles que surgían entre la hierba. Pensó que sería buena idea alumbrar la casa un poco, ya que no era muy amiga de la oscuridad. El salón estaba cubierto de polvo, lo que le hizo pensar que el día siguiente iba a ser un día de limpieza. Le llamó la atención tres cuadros colgados en la pared frente a ella. Eran tres retratos; uno de un hombre y los dos restantes de dos mujeres. Una le resultaba muy familiar y enseguida la reconoció: era su madre, Bianca, con una expresión en la cara feliz y sorprendida ante la inminente captura de la fotografía. La otra mujer sostenía un lirio en la mano y miraba con inocencia a la cámara. Su cabello era una mezcla entre castaño y pelirrojo. Parecía la más joven de todos. Por su parte, el retrato del chico era más oscuro. Vestía una elegante chaqueta y corbata y posaba con un semblante serio y fuerte.
- ¡Esa es mamá! ¡Qué fea está!- exclamó Juan, que acababa de entrar.
- ¡No digas eso, Juanito!- intervino su hermana. Sabía que a su hermano le molestaba muchísimo que le llamasen por ese nombre.- Mamá está preciosa.
- ¿Quiénes son los otros dos?
- Supongo que sus hermanos. Aunque ese chico no sé…puede que sea su padre.
- ¿Esos son nuestros tíos? Vaya…que guapa es la del centro.
- Sí…no se parece en nada a mamá. Sin embargo, él se parece bastante.
La mirada de Juan se dirigió al mueble que se encontraba al lado del sofá.
- ¿Has visto eso?
Dafne desvió la mirada. Juan tenía una flor seca en la mano, los trozos de lo que en el pasado fue un plato de porcelana y un colgante en forma de corazón que podía dividirse en dos partes. A la chica le llamó la atención los trozos del plato y se propuso volver a formarlo. Tras unos minutos encajando las piezas, observó que un dibujo de una media luna azul brillaba en el fondo.
- Cosas de mamá…
- O no.- comentó Dafne.- Es raro que objetos que no tienen nada que ver los unos con los otros aparezcan juntos aquí, ¿no te parece?
- ¡No te hagas la Sherlock!- apuntó su hermano.- Esta casa tiene muchos años y todas las cosas están desordenadas. ¡Menos las telarañas!
Dafne observó la flor: era un lirio de los que había en el jardín.
- Un momento.- dijo mirando al plato. Apartando a su hermano, se abrió paso hasta la vieja cocina, que contenía más polvo que el salón. Estuvo revolviendo en los muebles hasta que dio con lo que buscaba.
- Mira, Juan. Este plato pertenece a esta vajilla.
- Vaya…cada plato tiene un círculo…
- No son simples círculos, idiota. Son astros, en su mayoría planetas.
- De ahí lo de La Luna.
- Sí. Pero, ¿qué hacía en especial el plato de la media luna en el salón y junto a la flor y el colgante?
Dafne y Juan se miraron, confusos, sin saber que decir.
- Dejemos esto y sigamos viendo la casa. ¡Me muero por ver los talleres!- sentenció Juan, haciendo que los dos olvidaran el tema y se dirigieran al jardín.
Aquel jardín estaba plagado de lirios, que florecían alrededor de una curiosa estructura de piedra que parecía haber emergido de la tierra. Una cabaña, a lo lejos, se levantaba para saludarlos. El aspecto que presentaba era aterrador. Manchas negras por toda la superficie de la madera dieron a entender que aquella construcción había sido quemada.
- ¿Estás seguro que quieres entrar, Juan? Puede haber ratas.
- ¡Yo no le tengo miedo a nada! ¡Vamos!
El interior se abría tras la puerta, que emitía un sonido chirriante y espeluznante. Un montón de sábanas sucias y una ventana medio rota pero por donde todavía entraba la luz del Sol era todo lo interesante que se podía encontrar. En un rincón oscuro se podían ver varias palas y otras herramientas amontonadas.
Sin embargo, a Juan le llamó la atención un detalle que pasó desapercibido a Dafne, o a cualquiera que hubiese entrado y no hubiera prestado atención a las paredes.
- ¡Arañazos!
- ¿Qué dices?- dijo Dafne, alterada.
- Digo que en la pared de la puerta hay arañazos.
- Serán marcas de rastrillos, hombre. No hay que ser tan macabra.
- Pues no lo parece…
- Salgamos de aquí, Juan. Esta cabaña me da mala espina.
En lo que quedaba de día, Dafne y Juan no se atrevieron a contarse lo que habían presenciado por temor a que el otro no le creyese. Dafne no paraba de sentir escalofríos y extrañas presencias, sobre todo en el salón de la casa y en los alrededores de la cabaña. Por su parte, la torpeza de Juan con el balón de fútbol le llevó a descubrir un hueco en la pared del pasillo del segundo piso que había servido de refugio a unos huesos llenos de polvo y tiempo. El chico, aterrado por el cadáver que se había desplomado ante sus ojos, acabó por confesarle todos sus miedos a su hermana.
- No me gusta nada todo esto. Aparecen objetos sin sentido, arañazos en una pared, un esqueleto emparedado… ¿qué está pasando aquí?
Dafne se volvió al cuadro de su madre.
- Mamá… ¿qué nos escondes?
De repente, la puerta del salón se abrió poco a poco, hasta que el viento provocó un portazo que la dejó sellada. Dafne y Juan, perturbados por el increíble silencio que se había formado, decidieron no mirar atrás. Se dieron la mano y cerraron los ojos.
Todo permaneció quieto.
- No tengáis miedo, Dafne, Juan.
Los chicos se vieron sorprendidos. Aquella voz femenina que había surgido de repente sabía sus nombres. Se dieron la vuelta todavía con inseguridad.
- Me llamo Lucía.
Una chica de más o menos la edad de Dafne les sonreía con dulzura. Era castaña y más alta que ella.
- ¿Quién eres tú?
- Soy vuestra prima.
- ¿Prima?- Juan parecía nervioso.
- Sí. La hija de vuestro tío, Román. Este señor de aquí.
Lucía señaló el retrato del hombre serio y elegante. Se quedó dos minutos contemplando los otros cuadros, mientras Dafne y Juan ahogaron su silencio con una expresión de sorpresa. Miró a sus primos, tan anonadados como ella, y soltó una mirada enternecedora.
- Yo también estoy aquí porque quiero saber más de la familia de mi padre.
- ¿Y cómo sabes que…?
- ¿Qué sois hermanos y primos míos? Mi padre me lo contó antes de morir. El pequeño Juan está muy mayor, eh.
- ¡No soy un niñito pequeño para que me hables así!
- Perdóneme usted.- siguió Lucía. La situación provocó la risa de las dos chicas. Juan se encogió de hombros y cruzó los brazos.
- Mujeres…
Lucía acercó una silla y se sentó.
- Veréis, hay algo de vuestra madre que no sabéis. Y que nunca os contó por miedo a la gente, al qué dirán…Ese secreto debía de permanecer enterrado de por vida. Y que mejor táctica que nunca sacarlo a la luz. Pero, ¿sabéis qué? Tenéis derecho a saberlo. Fue nuestro tío abuelo el que me contó la historia de nuestra familia, la familia Santamaría.
- ¡Pues a que esperas! ¡Cuenta!- insistió Juan.
- Juan, no seas maleducado.- dijo Dafne, molesta con su hermano.- Será un placer oír esa historia, Lucía.
La chica le dedicó una mirada a su padre y cerró los ojos. Nada en las vidas de los tres chicos volvería a ser igual después de aquella noche.

*

>>La historia comienza con los abuelos de vuestra madre y mi padre, Santiago y Ángeles. Él, de familia noble y honrada, se enamoró de nuestra bisabuela, que por aquel entonces cantaba en los más prestigiosos casinos y clubes privados de París. Cuando conoció a la que sería la mujer de su vida, Santiago le propuso de inmediato matrimonio a aquella francesita tan bella y ésta aceptó, prendada del físico del galán. Dos años después de la boda, concibieron a su primer hijo, al que pondrían de nombre Julio, en honor a Julio César, ya que Santiago era seguidor incondicional de la historia grecolatina. No tardarían en nacer Fernando y Germán, el pequeño, años después. El matrimonio y sus tres hijos vivían felices en la casa de Vieira que el padre de Santiago le había regalado como presente de bodas. Pero la tensión en la familia no tardaría en aparecer con la llegada de Leonor, una mujer tímida procedente de la familia Santamarta, unas cuantas casas más abajo que los Santamaría. El mayor de los hijos, Julio, nuestro abuelo, se enamoró incondicionalmente de aquella delicada mujer y le propuso matrimonio. Felipe y Celia, los padres de la chica, negaron la mano de su hija a aquel hombre y prohibieron a su hija volver a verlo. Pero gracias a las estratagemas e intervenciones del hermano de Leonor, Pablo, sus padres entraron en razón y un año más tarde se celebró la boda, a la que acudió casi toda Vieira. Sin embargo, Leonor había adquirido el carácter sumiso de su madre y Julio la arrogancia de su padre, lo que provocó que poco a poco su vida se convirtiera en un infierno. Las gentes del pueblo decían que las únicas tres veces que los ‘amantes’ se habían reunido en el lecho conyugal fue para concebir a sus tres hijos. Leonor, celosa de todas las vecinas, no se atrevía a callar los rumores, que cada vez se hacían más sonantes. Esto provocó que Julio manchara la piel de su esposa de morado más de una vez. Se sentía mejor cada vez que lo hacía. Aquella mujer pagaba el pato por todas las veces que a Julio le insultaban en el trabajo, o todos los comentarios dañinos que recibía de la gente del pueblo.
Ajenos al Infierno matrimonial y criados sin ver un solo beso de amor de sus padres, los tres hijos de Julio y Leonor Santamaría crecieron con toda la ilusión e inocencia que puede caracterizar a un niño. Román era el mayor, seguido de Bianca y por último, Adriana. ¿Quién le iba a decir a Julio que amaría tanto a su hija menor como si fuera su propia vida? Ni podía imaginarse en aquellos tiempos lo que años más tarde cometería contra su sangre en favor de su justicia interior.
Román creció al margen del cariño y del amor de su madre, quien lo rechazó. Dolido por la ausencia y la ignorancia de Leonor, mi padre buscó amparo en Julio, que parecía que se estaba ganando su corazón poco a poco, expulsando los grandes encantos de Adriana lejos. Pero como dicen, nunca la buena suerte nos acompaña a lo largo de nuestra vida consecutivamente. Un día de verano, Adriana estaba jugando en el jardín de su casa con una vecina muy amiga suya cuando su padre la llamó para que entrara en casa. Cuando la pequeña se asomó por la puerta, vio que un señor muy alto y con bigote le sonreía. Detrás de él, un niño algo tímido y repeinado para detrás intentaba ocultarse. A pesar de las insistencias de su padre de que estábamos en familia y que no tenía porqué avergonzarse, Víctor Santamaría, el primo de Román, Adriana y Bianca e hijo de Germán, no pronunció apenas palabras durante la visita a la casa de sus parientes. Se contaba por el norte que aquel crío había sido concebido por una prostituta que no quiso saber nada más de él cuando nació. Su padre, Germán, se hizo cargo de él a regañadientes. Poco después no se supo nada más de aquella mujer. Unos decían que había muerto de una enfermedad de transmisión sexual y otros rumoreaban que había sido víctima de un homicidio callejero. La cuestión es que Víctor creció sin madre, sin aquel referente del que tanto Adriana gozó.
Poco a poco, y en las sucesivas visitas a la casa de los Santamaría, Víctor perdió la timidez y ofreció confianza a sus primos y a sus tíos, que estaban locos con él. Pero el tremendo cariño que Adriana le tenía a su primo resultó ser peligroso cuando los dos tenían diecisiete años. Un amor juvenil y puro se había formado alrededor de sus corazones, manchando el honor de la familia al tener la misma sangre corriendo por sus venas. A partir de entonces, diseñaron un plan secreto para verse por las noches en la cabaña donde se guardaban las herramientas y así satisfacer sus joviales hormonas en una explosión de amor y placer. A pesar de la gravedad del asunto, Adriana y Víctor nunca consideraron que estuvieran haciendo algo malo; al revés. Pensaban que lo que sentían era amor verdadero y que lo mejor era disfrutar de aquel sentimiento antes de que sus cabellos se volvieran del color de la nieve y su piel se pudriera.
Decididos a amarse en secreto hasta que pudieran irse juntos lejos, llevaron a cabo su plan. Si Adriana no tenía ningún problema en ir a la cabaña la noche que fuese, lo que significaba que no había moros en la costa, debía poner una flor del jardín, un plato con una media luna, que simbolizaba la noche, y una medalla en forma de corazón, que había pertenecido a su madre, en el mueble. Así, Víctor, cuando llegaba a la casa de su amada, podía ver el mueble desde la ventana y divisar los objetos. Si, por el contrario, había pasado algo y esa noche Adriana no podía reunirse con Víctor, ella debía separar una de las dos partes del colgante y llevárselo consigo. Casi todas las noches, el chico visitaba a su prima y se aseguraba de que todos los objetos estaban en su sitio. Una vez comprobado, corría a la cabaña de las herramientas donde le esperaría el ángel de sus sueños. Le encantaba perderse en aquellos labios del color de la amatista, y en esos ojos que derramaban juventud. Su cuerpo era una senda de flores que sólo él tenía el privilegio de besar y tocar hasta el amanecer; hasta que el fuego de sus caricias se hiciera humo. Todas las noches que llevaron a cabo la artimaña, las cosas salieron mejor de lo que esperaban.
Menos una.
La noche en la que Adriana no pudo consolidar su encuentro con su Víctor fue ese mismo año, por la culpa de mi padre, Román. Él los había descubierto la noche anterior, fundiéndose en besos y pequeños gemidos. Con miedo de que su padre se enterara, aquella noche Adriana separó unas de las partes del colgante y se la metió en el bolsillo. Se retiró a su habitación después de cenar y llorando, intentó dormir. A la mañana siguiente, sus hipótesis se volvían ciertas: Román, en ese afán de fidelidad obsesiva a su padre, le había contado lo que había visto en la cabaña. Pero Julio, algo incrédulo, prefirió comprobar aquel relato con sus propios ojos, así que esperó a que se hiciera de noche para perseguir a Adriana. Y efectivamente, le hizo creer a su hija que dormía para que todo siguiera tan normal. Descubrió su código de objetos en el mueble y la persiguió hasta la cabaña, donde por el cristal de la ventana pudo verificar lo que dijo su hijo Román. Esa noche, Leonor recibió una paliza que casi le costó la vida. La rabia de su marido era invencible y estaba dispuesto a acabar con todos. En silencio. Uno a uno. Antes de que la noticia del incesto impregnara Vieira y todos los vecinos lo estigmatizaran de por vida. Leonor, por su parte, activó su mente para buscar una solución que evitara el objetivo principal de su marido tras sorprender a su hija y su sobrino: acabar con ellos. Definitivamente, Julio Santamaría había perdido la razón.
A la mañana siguiente, Julio apenas probó bocado. Pasó todo el día encerrado en su habitación, hablando solo y dando golpes sin sentido. Las pocas veces que se dejaba ver aparecía con los dientes manchados de sangre y cada vez más calvo. Leonor, muerta de dolor por lo que estaba por venir, encargó veneno letal para las plagas a un vecino y lo virtió en la copa donde Julio bebía siempre el vino. Aquel monstruo, que había abandonado todo resto de corazón, alma y humanidad, merecía morir. Y sería ella, la profeta de su desgracia, la encargada de mandarlo al otro mundo.
Sin embargo, Julio, enfermo de sospechas, obligó a Leonor a beber el vino primero. Como era de esperar, la gran cantidad de veneno penetró en la sangre de la desgraciada mujer y cayó agonizante al suelo, envuelta en convulsiones y gritos. Adriana, ajena a todo lo que estaba pasando, aprovechó la noche para ver a Víctor. Éste, al ver la perfección de los elementos del mueble, corrió a los brazos de su prima, loco de amor. Pero mientras los dos jóvenes sucumbian a los encantos del placer, Julio, con los ojos inyectados en sangre y las ropas desgarradas por sus ataques de rabia, impregnó la cabaña de madera de gasolina y acto seguido le prendió fuego. Contempló como las paredes de la cabaña guardaban los ecos de los arañazos de Adriana y los gritos desesperados de Víctor. O como la diminuta ventana se rompía, aunque no dejaba pasar nada más que el humo. Los alaridos de dolor se penetraron en la mente de Julio. Nada se podía hacer con los chicos. Diez minutos después sólo quedaba de ellos el triste olor a quemado. Bianca y Román, aterrados, decidieron hacer sus maletas para posteriormente ir al norte, donde su tío Fernando les acogería y les libraría de la locura de su padre.
Ni siquiera Julio le dio tiempo a la policía a que retirara aquellos cuerpos sin vida que él había destruido: el de Leonor, que yacía en el salón envenenada y sola, y el de su Adriana y Víctor, quemados vivos por la locura de un padre influenciado por las voces eternas de Vieira. Arrepentido de su crimen, recobró la razón en el último minuto y rugió al cielo su destino. Empezaban a caer las primeras gotas de lluvia de la noche y a oírse los truenos en las lejanías cuando Julio Santamaría se precipitó desde el balcón del segundo piso.
El destino de los demás quedó marcado por aquella mancha negra que había destrozado los corazones de Adriana y Víctor. Germán se enteró de lo sucedido por su sobrino Román, que junto a Bianca se trasladó a vivir con su otro tío, Fernando. Envuelto en un estado de locura menor que su hermano Julio, Germán se suicidó de un tiro en la cabeza por el miedo al qué dirán y pidió a su mayordomo ser emparedado en el segundo piso de la casa de los Santamaría con el fin de acelerar el abandono de la finca y de atormentar las almas de todos los que allí habitaban. Bianca rehízo su vida con Alejandro, con el que tuvo dos hijos, vosotros, aunque ya oí que el cáncer se la llevó. Mi padre también rehízo su vida con una mujer llamada Lara, mi madre, que nunca creyó la fatídica historia de los Santamaría. Alejandro y Lara permanecieron siempre al margen de aquella mancha; él por desconocimiento y ella por ignorancia. Supongo que habría sido mejor así. Sin embargo, mi padre no tuvo tanto suerte y los remordimientos de culpa pudieron con él, suicidándose para jamás regresar a ese mundo de los vivos que tantos problemas le había dado. De hecho, se suicidó como lo habría hecho su padre años atrás.
Mi padre también le contó la historia a Fernando, y él a mí. Y ahí la historia hasta hoy. La casa ha permanecido abandonada todo este tiempo. Nadie quiere saber nada. Los vecinos han inventado miles de leyendas sobre este lugar, con el objetivo de ahuyentar a los curiosos y aterrar a los turistas que año tras año veranean en la costa de Vieira. Pero yo estoy segura que los retratos nunca mienten, y que detrás de cada uno de los tres se guardan sus memorias y sus tragedias, expectantes a que de nuevo otra persona en el futuro los vuelva a sacar a relucir, para que nadie se olvide de la trágica y tétrica historia de la familia Santamaría. >>


*


Juan y Dafne se quedaron sin palabras. Ambos estaban llorando a lágrima viva cuando Lucía pronunció sus últimas palabras que sentenciaban el final de la historia. Ahora sabían el verdadero pasado de su madre, el porqué nunca se había atrevido a decirles nada. El objetivo de Bianca era mantener el secreto más negro de su familia escondido en lo más profundo de su corazón, para que nadie sintiera el horror que vivió ella en primera persona.
- Descubrimos los restos óseos de Germán arriba, cuando Juan jugaba al fútbol.- dijo Dafne, luchando por no mirar atrás. Sentía que la presencia de algo sobrenatural la miraba desde la escalera.
- Esta casa está maldita. Pero no creo que las almas que aquí descansan nos hagan nada. Como ellos, estamos destinados a llevar la marca de los Santamaría.- dijo Lucía observando el retrato de su padre.
El pequeño Juan estaba temblando de miedo, mezcla de los ruidos que se oían en el piso superior de la casa y de la historia que su prima Lucía acababa de contar. Los tres quedaron mirando a los retratos de los hermanos. Román, el más serio, adivinaba una muestra de arrepentimiento en sus ojos. Bianca, la dulce y maternal mirada que con el tiempo el destino le arrebató. Y la joven Adriana, presa de un amor imposible que su misma sangre destruyó. 

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