martes, 25 de febrero de 2014

Contigo hasta el final


CONTIGO HASTA EL FINAL

Un denso manto plateado adornaba los cielos de París aquella mañana. Era temprano y el Sol amenazaba con no salir, evitando cumplir con su función de cada día. Vincent observaba desde su sillón a la gente pasar más allá de su jardín. La gente de la ciudad iba de un lado para otro. París empezaba a funcionar. Algo raro en el cielo cambió de repente mientras el anciano se entretenía mirando a sus vecinos enfadarse con los primeros conflictos comerciales del día: estaba lloviendo. Las gotas caían del cielo a una velocidad que a Vincent le pareció increíble. Todas ellas se iban estampando contra el cristal de la gran ventana del salón.
- El perdón cae como lluvia suave desde el cielo a la tierra. Es dos veces bendito; bendice al que lo da y al que lo recibe.
- William Shakespeare.- dijo una voz entrando por la puerta. La mujer que acababa de contestar a Vincent tenía una bandeja en la mano con un café recién hecho. El olor de aquella magnífica esencia inundó todo el salón. Vincent pudo notar como se le colaba por las fosas nasales e impregnaba de placer su nariz.
- Gracias por el café, Victoire.- agradeció el anciano, dirigiéndose a la criada. Victoire le sonrió y se sentó a su lado. Vincent seguía contemplando la lluvia, en silencio y agarrado a su bastón, apoyado en el suelo. La criada intentó buscar en su mirada algo que le preocupara, pero se dio cuenta de que Vincent siempre estaba triste desde que le pasó aquello. Entonces comprendió que hasta el final de sus días sería un hombre que miraría a la lluvia, retándola, buscando venganza, como si las finas gotas que sentenciaban su final en el cristal tuvieran la culpa de su desgracia.
- La señora está comportándose de manera extraña. Supuse que quería ir a hacer sus necesidades, pero cuando fuimos al baño no hizo nada. Tampoco es el hambre. Creo que le duele algo. Es mejor llamar al doctor.
- Te puedo asegurar que aunque yo esté bien, tanto ella como yo sufrimos en silencio, Victoire.- dijo Vincent bajando la cabeza. La criada se percató del tono de tristeza que el anciano había añadido a sus palabras. Pensó que era mejor no decir ni una palabra más y, recogiendo la bandeja y observando el café por última vez, abandonó la habitación. Antes de cerrar la puerta del todo miró hacia la ventana y después miró atentamente a Vincent. La última estampa que tuvo de él antes de irse fue la de un anciano comenzando a derramar lágrimas inevitables. Cuando Victoire abandonó la sala, Vincent se sumergió en sus recuerdos, ante el amparo de la lluvia de París.
La vida de Vincent nunca fue agradable. Creció en Alemania, en un orfanato sucio y lúgubre. Nada se sabía de sus padres. Algunos decían que habían sido asesinados por unos empresarios que les debían dinero. Otros comentaban de lado a lado que la muerte había sido causada por un accidente de coche. No tenía familia, ni amigos. La gente que le rodeaba se comportaba mal con él: le insultaban, le pegaban y le humillaban, riéndose de él. El entretenimiento favorito de los niños del orfanato era recordarle todos los días y a todas horas lo solo que estaba, soledad que acabaría por marchitar su infancia.
Cuando cumplió dieciocho años, un hombre realmente extraño visitó el orfanato por la noche. Era un día lluvioso y nublado. Vincent nunca había oído hablar de él. A pesar de que el misterioso personaje nunca desveló su identidad, el desgraciado chaval pudo salir del infierno en el que había vivido toda su infancia y adolescencia. Todos los intentos de saber su nombre fueron en vanos para Vincent. Tras muchas veces insistiendo, el extraño se dignó a responderle al chico, pero como era de esperar, con un nombre clave: Noir. Noir le dijo a Vincent que lo llamaría así durante todo el tiempo que estuviera con él, ya que, debido a deudas y problemas personales, lo buscaban. Vincent pensó que esa podía ser la verdadera razón por la cual Noir no desvelaba su verdadera identidad. En lo que se refería a trato, el chico estaba muy contento. Noir lo llevó a su mansión de París y lo instaló. El hombre no tenía familia y vivía solo con su criada. Vincent había descubierto el verdadero sentido de la libertad. Noir le daba todo lo que deseaba. Podía ir a los sitios que quisiese. Podía hacer lo que le apeteciera. El mundo se abría a un nuevo Vincent que estaba dispuesto a vivir su vida de verdad, sin compañeros de orfanato que intentaran destruir su existencia.
El chico se rindió muy pronto a uno de los placeres que durante toda su vida había sido un pecado mortal para él, siendo algo desconocido para todos sus sentidos: el amor. Vincent se enamoró de una chica un año menor que ella, pero ésta era muy egoísta e independiente y debido a su trabajo de modelo, nunca disfrutaba de su intimidad con Vincent. Éste, que trabajaba de periodista colocado por Noir, pensaba que él era el culpable de todos los infortunios de su relación con Mariela, que así se llamaba la individualista modelo. Pasó el tiempo y Vincent se apartó cada vez más de Mariela, dejándole espacio para lo que ella consideraba su vida: su imagen. Con una punzada de dolor en el corazón, una noche fría de invierno en casa de ella, la miró a los ojos y le expresó su desesperación a través de su mirada. Mariela, confusa, no se daba cuenta de que Vincent quería pasar más tiempo con ella y acabó por irse a su habitación, rota en lágrimas. El chico sintió como si la lava de un volcán en erupción le atravesase el cuerpo, quemando lo más profundo de su alma. Mariela no quiso saber nunca más nada de él. Para Vincent, el hecho de que la relación se acabara supuso un gran alivio para él. Él la amaba, sí, pero ella no ponía de su parte todo lo que a él le hubiese gustado. Más tarde comprendería que, en realidad, ella no había hecho nada para resucitar la relación.
La vida pasaba ante los ojos de Vincent como un huracán de sentimientos. Le gustaba su profesión de periodista cultural. Además, estaba muy contento con su sueldo y su nivel de vida. Había dejado años atrás su búsqueda de la verdad por la identidad de Noir. Se limitó a pensar que él lo había salvado de aquel infierno que durante toda su infancia fue su prisión eterna, y que no tenía derecho a violar la intimidad de su héroe. Aún así, durante toda su vida, Vincent había pensado que Noir escondía secretos que ni los más perspicaces detectives podían descifrar. Una vez, cuando el aliento de la primavera estaba empezando a rozar las cálidas y alegres flores del jardín de la mansión, Vincent descubrió a Noir llorando en una de las habitaciones. Cayó en la cuenta de que aquella misteriosa sala siempre había permanecido cerrada y pocas veces había visto a Noir entrar en ella. Su héroe estaba doblando un papel con delicadeza y lo estaba colocando dentro de un libro. Vincent no podía descubrir de qué libro se trataba porque observaba a Noir desde la puerta, que estaba entreabierta. Noir colocó el libro en la estantería que tenía enfrente y se secó las lágrimas. Se giró y apoyó las manos en la pared, rompiendo de nuevo a llorar. La habitación estaba muy sucia y parecía una especie de escritorio viejo. Había un cuadro que adornaba la pared del fondo. Noir se acercó a él y lo acarició. El cuadro retrataba a una mujer bellísima. Parecía como si hubiera sido engendrada por los mismos ángeles. Vincent nunca había visto a aquella mujer de extrema belleza ni había oído nunca su voz, pero aún así, se la imaginaba como una melodía dulce y celestial, capaz de amansar hasta el más temible de los monstruos. Noir se contuvo las lágrimas por segunda vez.
- Algún día lo encontrará, Isabelle.
Esas palabras se quedaron grabadas en el corazón de Vincent para siempre. Las lágrimas del hombre que lo había salvado y la intriga de la carta que había introducido en el libro habían despertado en él un torbellino de confusión que se acrecentó más cuando oyó el triste tono de voz que Noir había dirigido al cuadro, que presentaba a la preciosa Isabelle. ¿Quién era Isabelle? ¿Por qué Noir nunca le había hablado de ella? ¿Qué se supone que se debe encontrar, y quién lo debe hacer? La confusión, el misterio, la intriga y la desesperación acabaron por acompañar a Vincent durante todo su camino.
Poco a poco los recuerdos de Isabelle y de Noir se fueron desvaneciendo de la mente de Vincent, aunque recordaría los fósiles de aquellas memorias por siempre. Noir murió una fría noche de invierno cuando Vincent tenía treinta años. Había contraído una rara enfermedad que los médicos no podían descubrir y murió en la cama rodeado del único que le había hecho feliz en toda su vida: su hijo adoptivo Vincent. Aquella noche sería recordada por todos los habitantes de París. Una fuerte tormenta azotó la ciudad destrozando varias estructuras y dañando a varia gente. Noir expiró tras caer un rayo en la mansión que paralizó toda la electricidad, dejando la vivienda a oscuras. Cuando Vincent encendió una vela, se dio cuenta de que la de Noir se había apagado ya. Tapó con las sábanas a su salvador después de besarle en la frente entre lágrimas. El entierro fue unos días después. Sólo Vincent acudió con flores. Nadie más se presentó. El chico heredó la mansión y todo el dinero que tenía Noir en el banco bajo una cuenta falsa. Para limpiar su nombre, Vincent pagó todas las deudas que Noir había mantenido en vida tras descubrir unos papeles sobre su escritorio que lo delataban. Vincent decidió buscar el libro que había alimentado su misterio años atrás, el libro donde había escondido esa especie de papel doblado. Giró el pomo de la puerta y comprobó, para su sorpresa, que permanecía abierta. Había estado abierta desde el día en que murió Noir. Vincent pensó que Noir sabía que iba a morir pronto y dejó la tarea de buscar el libro a él, por lo que era el elegido de encontrarlo. Tras repasar todos los libros de la estantería y mirar las páginas una por una, Vincent se dio por vencido al caer la noche. La habitación iluminada tenía mejor aspecto que sin luz. El rostro de Isabelle brillaba unos metros más allá, reclamando la presencia de Vincent. Éste se acercó al cuadro y lo contempló. Isabelle seguía con la misma belleza que unos años atrás, pura e inigualable. Pero había algo extraño en su rostro. Vincent enfocó la mirada más detalladamente y un espantoso trueno lo asustó. Tormenta de nuevo. Vincent se dio cuenta de que, aunque pareciera increíble, Isabelle estaba llorando. El cuadro estaba vertiendo lágrimas reales, tan líquidas como las gotas de lluvia que se estampaban contra los cristales. Vincent corrió a enjugar aquellas gotas de pena tan rápido como pudo. Mientras lo hacía, los truenos y el sonido de la lluvia envolvían el ambiente en el viejo escritorio. Isabelle lloraba. Lloraba por la muerte de Noir. Pero aún así, la chica no perdía la belleza que la caracterizaba. Era realmente hermosa cuando lloraba. Y ni los gritos del cielo ni la lluvia egoísta interrumpían el llanto de Isabelle, el cual parecía no tener fin. Vincent decidió abandonar el escritorio, dejando a Isabelle cautiva de su silencio y víctima de su propia soledad inerte.
La vida de Vincent parecía llegar a su plenitud. A sus setenta y ocho años, daba por perdida la posibilidad de encontrar el amor y descifrar los secretos que formaban parte del mundo de Isabelle y Noir. La muerte de Noir y el llanto de Isabelle resonaban en su mente como melodías de luto. Todo era tristeza en su interior. Vivía con su criada en la mansión, recluido de la sociedad y de los que intentaban contaminarla. Había empezado a odiar a la gente de París. Él mismo se daba cuenta de que se estaba convirtiendo en un viejo asqueado y solitario, sin esperanzas de que su vida siguiera su curso hasta el final de una forma decente.
Una mañana de primavera, en la que el Sol brillaba en lo alto del manto celestial como una gran luciérnaga llena de viveza, Vincent recibió una carta que lo invitaba a asistir a una reunión de antiguos compañeros de orfanato. Se preguntó cómo le habían localizado y por qué le habían invitado a dicha celebración si él odiaba a muerte a todos y cada uno de los niños que amargaron su existencia durante toda su infancia. Vincent rajó la invitación en mil trozos y la quemó después de hacerla una bola de restos de papel. El fuego de la chimenea del gran salón se encargó de liquidar aquella invitación que fue considerada por el anciano como una falta de respeto y una burla imperdonable. Aún así, por la tarde se planteó el ir o no. Aquellos niños habían hecho de él un infierno con piernas, lo habían convertido en un ser despreciable durante su niñez y sólo cuando Noir apareció, Vincent volvió a nacer. Reclamando la venganza que le pertenecía, decidió acudir a la reunión para restregarles a todos los antiguos alumnos del orfanato lo feliz que era ahora, aunque su felicidad se hubiera esfumado años atrás con la muerte de Noir. El sobre de la carta rezaba una calle conocida por el anciano, a la que fue para iniciar su plan de ‘falsa vida’.
- Por aquí no se puede entrar, señor.- dijo una voz dulce a sus espaldas cuando Vincent se disponía a entrar en la gran casa donde se celebraba la reunión.
Cuando Vincent se giró para ver quien le estaba hablando, su corazón sintió una sensación extraña que le provocaba un gozo maravilloso. Era como si el eco de las palabras de aquella joven que estaba mirando fijamente se hubieran colado en su corazón, viejo y desgastado, y le hubieran iniciado el reloj de la vida de nuevo. La joven, de ojos azules y cabello moreno como el carbón que extraían los mineros de las historias de los libros de Noir, le sonrió y le condujo a la entrada de la casa, pues la que había decidido escoger Vincent estaba bloqueada por derrumbe. Más tarde, ya en la reunión, Vincent no solo consiguió despertar la envidia de sus antiguos compañeros gracias a su eficaz arte para mentir, sino que también consiguió averiguar el nombre de la chica que se había encontrado en la puerta: Juliette. Era hija de un antiguo alumno del orfanato, precisamente el que más odiaba Vincent: el viejo Isaac. Vincent comparó la belleza de la joven Juliette con el retrato de Isabelle, la supuesta amante o supuesta familiar del fallecido Noir. Definitivamente no podían compararse porque cada una era preciosa a su manera. Juliette, de ojos claros como el manantial cristalino que una vez Vincent fotografió en uno de sus viajes, y labios finos, impregnados de ternura. Isabelle, toda una hermosa mujer con una mirada desafiante y dulce a la vez, que derramaba pasión por donde quiera que deseara. A partir de ese día, Vincent no dejó de ver a Juliette. Obtuvo su dirección y su teléfono, y aunque, no se manejaba muy bien con los móviles, la llamó casi todos los días, sin importarle la edad ni las circunstancias. Tenía una edad muy avanzada y sentía que podía ser feliz los últimos años de su vida con ella. ¿Qué más dará si ella tiene veinticinco o treinta, y él setenta u ochenta? Lo importante es que Vincent se estaba enamorando poco a poco de ella, a base de llamadas tiernas y paseos por los Campos Elíseos, los alrededores de la Torre Eiffel y la catedral de Notre Dame. Juliette, que sentía que Vincent presentaba una mentalidad más joven de lo que aparentaba su físico, estaba muy a gusto con el anciano. Nunca nadie la había tratado tan bien. Los dos habían vuelto a nacer; y esta vez de verdad. Las tardes de café eran interminables por las calles de París, desafiando a los murmullos de la gente que veían con malos ojos la relación de amistad. ¿Qué importaba si había amor? Un amor por parte de los dos que ninguno se atrevía a confesar por miedo al rechazo.
- ¿Crees que la edad es un impedimento para el amor, Juliette?
- No existen barreras para el amor, Vincent. Mirarán por las esquinas, radiantes de envidia y de recelo. Pero la verdad es que…
- No me importa.- dijo Vincent leyendo el pensamiento de Juliette, que iba a decir exactamente lo mismo.
El silencio reinó en el banco donde estaban sentados. Nada más hizo falta para completar la escena. Nada más hizo falta para que Vincent besara a Juliette apasionadamente, como si entregara su vida al alma de la chica. En ese primer beso tierno y romántico iban lanzadas como balas las palabras ‘soy feliz, tarde, pero lo soy.’ El mundo se convirtió en un escenario de sensaciones para Vincent y Juliette, cuyos paseos y escapadas románticas les hacían amarse cada día más. A pesar de todo el cariño y toda la ternura que desprendían, Agatha, madre de la chica, se oponía a la relación tajantemente, ya que pensaba que una relación así solo llevaba a desgracias y soledad por parte de Juliette, que tendría que hacer frente a su dolor cuando Vincent no estuviera. A Juliette no le importaba que Vincent fuera mayor o menor, solo se preocupaba por hacerle feliz y pasar todos los días demostrándole a su madre que el anciano era un hombre vivo desde que salía con ella, todo un caballero que había vuelto a nacer y esta vez, mientras estuviera a su lado, no envejecería por dentro. Y así, ante la mirada llena de envidia de Agatha y la aprobación del viejo Isaac, que había cosechado una amistad increíble con su yerno, Vincent y Juliette se casaron en Roma dos años después de haberse conocido. Pero no fueron las miradas de odio de la madre de la chica las que la debilitaron meses después, sino una terrible enfermedad que la mantuvo en cama por semanas. Cuando parecía recuperarse, volvía a enfermar. Vincent sentía que la historia se volvía a repetir. La enfermedad que se había llevado a Noir estaba marchitando los pétalos de la juventud de su querida Juliette.
Vincent despertó de sus recuerdos. Era de noche y seguía sentado contemplando la lluvia, cuyas gotas habían sido testigos de desgraciados sucesos de su vida muchos años atrás. Se levantó de su asiento y cruzó el pasillo para ir al viejo escritorio. Mientras cerraba las ventanas para irse a dormir, algo se oyó dentro de la estantería. Los relámpagos iluminaron un libro que parecía querer asomarse. Vincent lo cogió y pudo observar que un papel que le resultaba conocido se cayó de su interior: una carta. Era la letra de Noir. Vincent leyó las palabras de la carta una y otra vez, sin dar crédito a lo que veía. Noir, el extraño desconocido que lo cuidó durante toda su vida, era su padre. Según rezaba la carta, Noir y su esposa, Isabelle, la madre de Vincent, habían escapado a Rusia por problemas con la policía y las deudas. Vincent, dejando caer las lágrimas por su rostro, miró por última vez el bello retrato de su madre y abandonó la habitación.
Juliette se encontraba medio dormida cuando Vincent abrió la puerta de su habitación y se puso de rodillas a su lado. Parecía como si Juliette estuviera inconsciente, con la pequeña diferencia de que tenía los ojos abiertos. Nada se podía hacer ya.
- ¿Me oyes, preciosa?- le susurró Vincent acariciándole el rostro entre lágrimas.
Vincent le agarró fuerte la mano, dejando que sus lágrimas la mojaran suavemente. Cuando el trueno más fuerte rugió en el cielo como una explosión, Juliette cerró los ojos para siempre. Envuelto en lágrimas y muerto de dolor, recordando sus viejos tiempos con su Juliette, Vincent se acurrucó junto a la chica y se fue con ella. En el escritorio, el retrato de Isabelle volvió a llorar. Definitivamente, el amor no conocía barreras.

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