miércoles, 26 de febrero de 2014

¡Ay, cuánto te quiero!

Pero, ¡ay! Cuánto te quiero,
como siento que me atas
y me atrapas en tu ropa
con tu encanto tan sincero
y tu sonrisa de plata.

Y, ¡ay, de esas mañanas,
de amor entre las sábanas!
¿Cómo quieres que te olvide
si no puedo escaparme
porque besaste mis alas?

Y así, me enamoraste
siendo el deseo de mi vida,
curaste mi brecha negra,
cerrando mi ardiente herida.

martes, 25 de febrero de 2014

Mi capricho, Andalucía III

Hubo una vez un sabio,
que motivó mis alegrías
al cantarme mil coplitas
de mi preciosa Andalucía.

Bailaba, cantaba y 
volvía a cantar y bailar,
con su alegre melodía,
desde Córdoba a Sevilla
y desde Jaén hasta Almería.

Paró a ver el cielo
lanzando su armonía,
y rezó una plegaria
mientras Cádiz lo bendecía.

Y con Málaga acababa
su sonora cancioncilla,
mientras Huelva de él se
enamoraba, ya que con
flores la cubría.

Granada lo vio marchar
hacia el norte él iría,
mientras cantaba a Andalucía
una canción de despedida.

Mi capricho, Andalucía II

Te siento tanto que no duermo
porque sé que mi corazón
está latiendo, por ti.

Una parte de mi se quedó
contigo, recordándote.
Debes de saber que los
mejores recuerdos son 
los que duelen.

Y no miento si digo
que eres mi caprichillo,
aquella cosa que extraño
a todas horas del día
y que sueño a todas 
horas de la noche.

Siempre busco algo que
me haga reaccionar,
como una casa blanca,
una tierra llena de viñas
o el sonido del tambor:
para así seguir
sintiéndote.

Mi capricho, Andalucía I

Ay, si pudiera rozarte, 
aunque sea tu falda de olivos
o tu piel marrón como la madera
de tus árboles en verano.
Ay, si pudiera comerte
tanto en verano como primavera,
tanto de día como de noche,
si yo pudiera velarte.

Me muero, sin tenerte aquí,
porque te estoy llamando
y sólo contestas en sueños,
abriendo los cielos verdes
y perfumando campos blancos.

Qué pena tan grande siento,
al no tenerte a mi lado,
que agonía más impotente
el haberte separado.

El romance de Apolo



EL ROMANCE DE APOLO

En mi búsqueda por encontrar nuevas gentes y plasmarlas en mi mente, me adentré en un lugar al que llamaban jardín azul, cercano al hogar de los dioses, el monte Olimpo. El jardín azul era una pradera con tonos azulados que adornaba la ladera que subía a la morada de los inmortales. Escondiéndome entre los arbustos para que ningún dios que merodeara por allí me viera, me digné a buscar nuevas aventuras para contarlas después a las gentes del pueblo y así quedar satisfecho de mi trabajo continuo.
Paseaban por allí dos jóvenes desnudos cuya única prenda de vestir era el color verde azulado que impregnaba la tierra. Uno era muy alto y robusto, pero mantenía el rostro de un ángel. Sus ojos eran azules y a veces brillaban a la luz de Sol. Su cabello dorado le daba la apariencia de Eros, aunque él era demasiado robusto como para ser el dios del amor. Muy pronto me di cuenta de que estaba describiendo cautelosamente al mismísimo dios Apolo, todopoderoso de la belleza, la luz y las artes. Sus relucientes dedos entonaban una alegre melodía musical al tocar la lira, instrumento que dejaba embelesado al acompañante del dios. Éste era muy moreno y tenía el cabello liso y largo. Sus ojos verdes se fusionaban con los de Apolo al cruzarse las miradas, recreando el color azulado del prado. Era menos alto que el dios y más delgado. Juraría que hubiese creído que era una mujer si no fuera por ciertos encantos que mantenía sin tapar tan libremente. Llevaba un disco entre los dedos, aferrado a su pecho. Apolo se dirigía a él como Jacinto.
Y ahora que me doy cuenta, oí algo por tierras macedonias de un héroe llamado Jacinto, hijo de la musa Clío, la musa de la historia, y del rey de Esparta, Ébalo. Eran muchos los rumores que circulaban alrededor del joven, como su supuesto atracción por los chicos. Rumores que iban y venían por toda Grecia. Me di cuenta de que los jóvenes no tenían ningún pudor en andar libremente por el prado, sin miedo a encontrarse a alguien o a lo que pudieran decir los demás. Parecía que Jacinto estaba embobado con el dios Apolo. Se comportaba como si el dios fuera su hermano mayor, aunque claramente, los dos sentían algo más que amistad o hermandad por la forma en la que se trataban.
- ¡Ven, vamos a jugar al disco!- exclamaba Apolo, cogiendo el disco que Jacinto llevaba entre las manos. Éste se sobresaltó y se sonrojó al ver correr a su amado.
Muchísimas historias de amor he presenciado hasta ahora, pero ninguna tan dulce y tan bella como la de estos dos jóvenes. La verdad es que presenciar una escena así supera incluso a los relatos que yo mismo escribí en mi Odisea o en mi Ilíada. La diosa Afrodita se inclinaría ante estos dos jóvenes si tuviera la oportunidad de observarlos en toda su inocencia y pureza natural como yo lo estuve haciendo. Jacinto se posicionó unos metros más separado de Apolo y éste levantó la mano para advertirle al joven que el disco empezaría a volar en breve. Y así, los dos jóvenes, entre diversión y puro amor, pasaron media mañana tirándose el disco el uno al otro, siendo víctimas del placer de la naturaleza y de la comodidad tanto por parte del dios de la luz como por el héroe divino.
Tras casi todo el día observándolos, acepté la posibilidad de que no se cansaran jamás de jugar al disco. Pero es que eran tan dulces, tan tiernos, tan delicados cuando estaban juntos y se miraban con brillo en los ojos, que no quise irme hasta que ellos se fueran primero. Entonces me di cuenta de que empezaba a anochecer y yo ya no estaba solo entre aquellos arbustos del jardín azul. Alguien más espiaba en secreto a Apolo y Jacinto, escondido entre las hierbas para que ellos no lo vieran. Me acerqué un poco más a los jóvenes para comprobar qué intruso se atrevería a molestarlos con sus malas intenciones o simplemente, con su mirada oculta y discreta. Sentado más adelante y reflejado por La Luna, Céfiro contemplaba a los jóvenes con una eterna discreción. Mantenía un extraño semblante. Parecía triste. Quise hablar con él y romper parte del silencio, pero no me atreví a que mis palabras rompieran el velo de la prudencia.
- No puedo soportarlo…- susurraba Céfiro. Sus palabras se perdían en las risas de gozo de Apolo y Jacinto, que veían como anochecía mientras seguían jugando al disco.
Parecía que Céfiro se había dado cuenta de mi presencia, pero no quise desafiar al tiempo y quise pensar que tan solo estaba hablando consigo mismo en voz alta. Céfiro se mantenía callado la mayor parte del tiempo. A veces soltaba unas frases que no venían a cuento con la escena y otras reflejaba los celos que sentía por Apolo en pequeños ataques de furia, sin romper el silencio. El joven estaba enamorado de Jacinto y no sabía cómo decírselo.
- Duele ver con tus propios ojos como el amor de tu vida disfruta de su felicidad en brazos de otro que no eres tú.
Quise seguir la conversación de Céfiro como si yo fuera su conciencia. Parecía que el joven se dejaba llevar y no me preguntó de dónde había salido o que estaba haciendo allí con él. Solo necesitaba hablar. Al mismo tiempo que me dirigía fugaces miradas, agarraba con fuerza una flecha que tenía en la mano y su arco.
- Sí, supongo que debe doler. Nunca estuve tan enamorado como para afirmártelo.
- En estos momentos me pregunto si alguna vez me recordará. Si recordará aquellos momentos tan felices que pasamos los dos, aunque no mostráramos amor en ellos.
- Los recuerdos que aparecen una vez en tu mente se quedan para siempre.- contesté, intentando animar al pobre muchacho, que cada vez apretaba más el arco.
Hizo un amago de levantar el arma, pero prefirió ser prudente. Mientras tanto, Apolo seguía jugando con Jacinto, y esta vez tocaba la lira mientras su joven amado recogía el disco a la luz de la Luna. Céfiro acumulaba más y más rabia cada vez que le lanzaba una mirada de odio irremediable a Apolo, que seguía disfrutando con su amante.
- Jacinto me rechazó. Prefirió quedarse con un dios. Supongo que Apolo se fijó en él y lo sedujo con su belleza y con esa odiosa lira que siempre lleva consigo. Su luz le deslumbró y se enamoró perdidamente de él, dejándome a mí al margen y tirando todos nuestros recuerdos al averno. Puse todas mis esperanzas en él, todas mis fuerzas. Nunca me cansé de luchar por lo que más quería. Cuando amas a alguien no te importan las barreras ni los obstáculos que se pongan en medio. Siempre tienes la suficiente voluntad para pasar por encima de ellos. Me llevé una gran decepción, es obvio. No tuve lo que siempre quise, mis fuerzas me abandonaron. Supuse que no valía la pena seguir luchando ya que nunca podré competir con un dios. Y ahora me conformo con verlos, ya sea juntos o a Jacinto por separado. Quiero asegurarme de que está bien, de que ese dios no le hace nada malo. Jacinto es un joven inocente y delicado. Quiero protegerlo.
Me quedé mirando a Céfiro un buen rato, comprendiendo cada palabra que decía por la boca. Era evidente que el joven amaba a Jacinto con todas sus fuerzas pero no podía hacer nada, ya que Apolo había ganado la batalla y había conquistado al inocente chico.
Me di cuenta de que, a veces, el amor puede no ser correspondido de la manera más humillante posible. Y que los recuerdos que uno vive con una persona al fin y al cabo se esfuman si no son recordados. Observé a Céfiro en silencio, compadeciéndome de él al mismo tiempo que derramaba lágrimas de rabia y perdición, seguramente preguntándose a sí mismo el por qué de su condena. De repente, se levantó de un salto y se secó las lágrimas con la manga de su túnica. Miró a Apolo con rivalidad y empuñó su arco más fuerte que nunca. El dios estaba a punto de lanzar el disco a Jacinto. Quería impresionar a su amante con sus mejores habilidades para el deporte. Jacinto, desde el otro lado, contemplaba a Apolo con fascinación, maravillado por la luz y la virilidad que desprendía. Céfiro miró a Jacinto y le susurró un ‘Te quiero’ que se pudo comparar con los acordes del silencio. Puso la flecha en el arco y estiró de éste, apuntando a Apolo mientras se concentraba en acertar en su objetivo.
- ¡No! ¡No lo hagas! ¡Para!- grité, sabiendo que no serviría de nada, pues Céfiro tenía sus metas muy claras.
En el mismo momento que Apolo lanzaba el disco, Céfiro le disparaba la flecha. Pero ésta no hirió al dios, sino que fue a parar al disco, que se desvió y golpeó a Jacinto, que también quería impresionar a Apolo preparándose para recibir el disco de una manera deportiva. Jacinto contempló el disco en el suelo, segundos después que le golpease. Las piernas empezaron a no responderle y de su cabeza brotó una sangre color carmín que llamó la atención de Apolo. El dios se abalanzó sobre su amante viendo que éste estaba a punto de desplomarse y lo refugió entre sus brazos, que poco a poco se llenaban de sangre proveniente del cráneo de Jacinto. El impacto del disco había sido tan brutal que el joven sentía como poco a poco su cuerpo dejaba de funcionar. Apolo, entre lágrimas, abrazó a Jacinto con toda la fuerza con la que se puede abrazar a una persona, roto de dolor y sintiéndose culpable por lanzar el disco. Pero su culpabilidad desapareció cuando vio una flecha en el suelo. Entonces lo entendió todo.
Jacinto murió tras mirar por última vez a los ojos al que había sido su compañero sentimental más fuerte. Apolo sintió como el rostro de su amante empezaba a volverse frío y oscuro respecto a la calidez y la viveza que había mantenido durante todo el día. Depositó el cuerpo en el suelo y se limpió las lágrimas, que no paraban de salir de sus ojos. Se dirigió a donde nos encontrábamos Céfiro y yo y me empujó brutalmente, tirándome al suelo y lanzándome una mirada de odio.
- Quise impedirlo…- dije con la voz entrecortada.
Apolo colocó su mano sobre el cuello de Céfiro, que se delataba a si mismo sujetando el arco. Céfiro, que todavía no podía creer lo que había hecho, reconoció que había sido él. Después de su conmoción, volvieron a brotar lágrimas por su rostro, esta vez de arrepentimiento. Céfiro había matado a la persona que amaba. Intentó liberarse del dios, que le aprisionaba el cuello con intención de acabar con él, pero lo agarraba demasiado fuerte.
- Es doloroso ver como lo más importante que tienes en la vida se desvanece en tus brazos, Céfiro. ¡Y tú has acabado con él! No tenías suficiente con perder esta guerra, sino que también querías marchitarle su vida. ¡Los pétalos de su juventud nunca lo harán! Y por eso…te condeno eternamente a renunciar al tacto, para que no puedas dañar a nadie más nunca.
Céfiro notó que la mano de Apolo se volvía cada vez más fría. Emitía una luz intensa proveniente del brazo. Poco a poco el cuerpo de Céfiro empezó a desintegrarse. Solo quedó de él la voz. Entonces entendí que el dios Apolo lo había convertido en viento, un elemento inofensivo que no dañaría jamás a ninguna otra criatura. Céfiro vociferó y cada vez que gritaba, una ráfaga de viento azotaba el jardín azul. Se depositó sobre el cuerpo de Jacinto, que yacía entre la oscura hierba de la pradera, iluminada por la Luna.
El dios Apolo utilizó el poder de su luz una vez más para mojar sus dedos en la sangre de Jacinto. El joven yacente también estaba empezando a cambiar de aspecto. Pero esta vez no se convirtió en algo inmaterial como Céfiro, sino en una bella flor morada que relucía bajo las estrellas. Apolo decidió llamar a esta preciosa flor Jacinto en honor a su amado, y derramó unas cuantas lágrimas sobre sus pétalos para que nadie la pudiera arrancar de allí ni dañarla.
- Mis lágrimas serán mi protección sobre ti. Tu luto estará tatuado en mi piel para toda la eternidad. Nadie podrá olvidarse de ti.
Entonces me cubrí de nuevo entre los arbustos, aprovechando la distracción de Apolo y seguí observando la escena antes de marcharme. El jacinto relucía en la noche y Apolo lo velaba. El viento de Céfiro se depositó sobre la flor, dotándola de su seguridad y protección. Y así fue como comprendí que Apolo convirtió a Céfiro en viento no solo para que no dañara a nadie, sino también para que protegiera al jacinto con su brisa, ya que el dios de la luz se había compadecido de él y comprendió su rabia por sentir amor por alguien que ya era amado.

Y así me marché al amanecer, contemplando por última vez el jacinto, que hasta ahora era la flor más bella que jamás he conocido. Decidí escribir esta historia con toda la belleza y la delicadez de la que se me dotó. De todas las historias de amor que he presenciado o he vivido, sin duda la de Apolo y Jacinto fue la más sincera y honesta de todos los tiempos. 

El café de los genios



EL CAFÉ DE LOS GENIOS

Estaba todo oscuro cuando abrí los ojos. Después una ráfaga de luz pasó delante de ellos y me encontré en una calle muy lúgubre. No tenía ni idea de donde estaba. Tampoco tenía idea de por qué había llegado hasta allí y qué me había pasado. Quise creer que era un sueño, pero era tan real que empecé a preguntarle a mi mente un millón de preguntas sin sentido.
- ¡Cervezas gratis por ser el cumpl…!
Delante de mí había un café ambientado en el siglo diecinueve. Las ventanas estaban un poco gastadas y la puerta fue lo que más me llamó la atención, principalmente porque de ella salían frases a gritos que no se acababan. Algo me decía que debía de entrar a aquel sitio, pero todavía no estaba seguro de si dar el paso. Quise investigar un poco los alrededores, pero solo encontré callejones sin salida y sin gente. Parecía que el bullicio se concentraba en aquel sitio.
- ¡Solo sé que no hay vino!- exclamó una voz rara.
Me pareció que esa frase me sonaba de algo, pero a la vez, que no la había oído en mi vida. Sobre la puerta había un gran cartel que rezaba: ‘café de Vetusta: comparte opiniones’. Las voces no dejaban de aumentar de tono. Parecía que una pelea se estaba disputando en el interior del café. Entré en uno de mis arrebatos, sin ser consciente de lo que hacía. De todas formas no había nada que temer si todo eso se trataba de un sueño.
Cuando estuve adentro, vi inmediatamente que el panorama que allí se respiraba no era muy normal. Había mucha gente sentada por las diferentes mesas. Aquellas personas me sonaban todas pero no tuve la impresión de haberlas conocido directamente en persona. ¿Y si eran famosos? Entré con miedo, ya que toda aquella atmósfera me inquietaba un poco. Se respiraba un aire tenso muy poco típico de los tranquilos cafés de mi ciudad. Daba la sensación de que todo el mundo había parado de discutir para ver que había entrado alguien. De hecho, creo que así fue.
- ¡Vaya, vaya! ¿Pero a quién tenemos aquí? ¡Un nuevo cliente!- exclamó el camarero extrañándose de que hubiera entrado alguien que no fuera alguno de los ya presentes.
El café tenía siete mesas. Dos de ellas estaban sin ocupar. Reconocí de inmediato a todos los ocupantes de las restantes. En una mesa se encontraban Miguel Ángel, Rafael Sanzio y Leonardo Da Vinci, tranquilos. Al parecer, eran los únicos que conservaban la calma en aquel sitio, ya que hablaban tranquilamente sin que mi presencia les perturbara. En la mesa de al lado se encontraban Platón y Nietzsche, enfrentados con los puños en la mesa y cara a cara. Al parecer, Sócrates, que no podía afrontar la borrachera que llevaba encima, se había agarrado a la mano de Platón y había caído al suelo dormido. Otra mesa tenía el privilegio de contar con el gran William Shakespeare, que conversaba furioso con Goethe y Miguel de Cervantes. Velázquez, Picasso y Tomás de Aquino ocupaban otra mesa cercana a los artistas del Cinquecento. La última mesa la ocupaban Víctor Hugo, Franz Kafka y Lord Byron. En la barra se encontraban animadamente Gustavo Adolfo Bécquer y Ramón María del Valle-Inclán. Todos volvieron a sus disputas cuando me senté en una de las mesas que quedaban sin ocupar. Oí perfectamente la pelea que estaban protagonizando Velázquez con Picasso, que mostraban el ceño fruncido ante la serena mirada de Tomás de Aquino.
- ¡Esto es intolerable! ¿Cómo os atrevéis a manchar la historia de la pintura de esta forma? ¡Lo que pintáis no tiene sentido! ¡Para saber pintar hay que mostrar la calidad de la realidad!
- Exagerado. Realmente exagerado.- se defendía Picasso, que no se molestaba en conservar la calma.
- No entiendo cómo se os ocurrió pintar a mujeres de las tribus africanas tan deformes. ¡Sólo os falta pintar el fondo parecido a una selva! Aunque claro está, ¡no sabremos si es una selva o no!
- Señor Velázquez. Preocúpese de que la enana de sus meninas no salga en la selva como pieza de caza de la tribu que dice usted.
El pintor barroco se levantó de un salto y ardió en rabia. Su bigote se puso puntiagudo y apretó los puños más que nunca. El color de su rostro se asemejaba a un verdadero tomate. Picasso pensó que sería el nuevo color de su curiosa paleta.
Era evidente que Velázquez criticaba el arte cubista del pintor malagueño, aunque a Tomás de Aquino, que contemplaba la disputa con desilusión, le pareció que eran celos obvios, según la lectura de su mirada. Se levantó como si se estuviera aburriendo demasiado y se marchó, despidiéndose del camarero con una mueca de asco. El camarero, que parecía que no había conocido el agua en toda su vida, fregaba los vasos con tanta desilusión que sólo le faltaba tener una manta de lana para dormir encima de la barra y no atender a sus obligaciones. Velázquez, por su parte, rompió a llorar de rabia y también se marchó al ver que Picasso cruzaba la puerta acompañado por Salvador Dalí, que acababa de recoger al pintor.
- ¡En la ruina! ¡En la ruina estoy!- se lamentaba Sócrates, que se acababa de despertar.
- ¡Cierra el pico de una vez, viejo pesado!- exclamaba Nietzsche desde la otra mesa.
Sócrates abandonó el café más borracho de lo que estaba cuando entré. La tranquilidad y el orden del Renacimiento parecían personificados de la mano de sus artistas más famosos, que reían con simpatía en la otra mesa, dialogando con delicadeza y armonía. Me pareció que estaban discutiendo de una manera más suave. Sin duda, eran los más silenciosos de todo el café, aunque Miguel Ángel parecía más enfadado de lo que aparentaba. Estaba a punto de levantar la voz.
- …y así queda justificado mi argumento sobre el mundo sensible. No es de fiar, hazme caso. ¡Los griegos sabemos más de este tema, somos más sabios! El mundo de las Ideas es el único mundo verdadero, origen del Bien.- le decía Platón desde el otro lado del café a Nietzsche.
- ¡Prejuicios! ¡Inseguridades!- chillaba Nietzsche con aires de superioridad.- Así nunca llegaréis a ser niños.
- ¿Niños? ¿Para qué necesito ser un niño?
- ¡Amigo, mío! ¡El espíritu primero tiene que ser pasar de ser un camello sumiso a un león valiente que lucha por lo que él mismo piensa y no por lo que piensen los demás! Finalmente, será un niño lleno de felicidad y que ha aprendido a valerse por sí mismo.
- Debes admitir que mi pensamiento ha causado una revolución metafísica impresionante. Es obvio que esa es la verdad.- dijo Platón.
- Si quieres ver las estrellas del Bien puedo darte un puñetazo con el brazo de mi David, Platón. ¡Entonces sí que será tu cara sensible!- gritó Miguel Ángel volviéndose.
Platón enmudeció con las palabras del artista. Nietzsche estuvo a punto de ensordecer a todo el café con una carcajada tremenda, pero prefirió callarse. Aún así, rió por lo bajo de una forma descarada.
- Es evidente que no voy a seguir en este café que solo piensa que este mundo es la verdadera realidad. ¡Maldita apariencia colectiva!- sentenció Platón. Y acto seguido se levantó y se marchó del establecimiento. Nietzsche quiso pedir más vino, pero el camarero le dijo que aquel lugar era un café y que sólo tenía alcohol limitado. También se disculpó por el escándalo de la pelea. El camarero no le hizo caso y siguió con el tema del vino, argumentando que todo lo que había quedado se encontraba en el estómago de Sócrates. Nietzsche suspiró y pidió un café.
Hacía un rato había pedido un vaso de leche bien caliente, pero el camarero seguía a su rollo, así que lo volví a intentar. Tras algunas voces, me lo sirvió. Me daba la impresión de que a veces me ignoraba para escuchar las conversaciones de los demás. Aunque era inevitable, ya que las peleas parecían festivales. Kafka había optado por intimar en su mundo interior mientras Víctor Hugo le hablaba incesantemente. Lord Byron los observaba mientras se retocaba el cabello. Algo llamó la atención de Kafka, que dio un sobresalto.
- ¡Es él! ¡De nuevo! ¡Puedo oír sus patitas!
Miré al suelo, pues sus ojos estaban clavados en él, pero no vi nada que pudiera perturbar aquel tenso ambiente más de lo que estaba. De pronto, Kafka se levantó y pisó algo tan fuertemente que retumbó en todo el café. Lord Byron se asomó por debajo de la mesa y rio al comprobar que la víctima de Kafka había sido un pobre escarabajo.
- ¡Ajá! ¡Vuelves a tener la misma mala suerte! ¡Y esta vez no me pesa la culpa de haber acabado contigo!
- Definitivamente, el mundo está lleno de locos miserables…- dijo Víctor Hugo dando un suspiro, viendo que todo lo que le había hablado a Kafka no había servido para nada. Byron se levantó de un salto y miró a Kafka con una mirada de soslayo, contemplando el cuerpo aplastado del insecto. Después volvió a reírse.
¿Estaba rodeado de locos? La única muestra de cordura la encontré en Cervantes, que se estaba peleando con Shakespeare y Goethe porque éstos estaban comiéndose sus pastelitos. Shakespeare parecía el que más sentía haberle robado al escritor su comida. Goethe, por su parte, insultaba a Cervantes con ímpetu:
- ¡Más te vale devolverme los dulces si no quieres acabar con una pistola en la cabeza como uno que yo me sé!
Harto de voces, decidí sentarme en la barra para alejarme de las peleas que reinaban en las mesas. Allí, sentados en los taburetes, se encontraban Bécquer y Valle-Inclán, tomando un café con una tranquilidad que asombraba. Pero el jaleo no tardó en llegar a mis oídos, puesto los dos empezaron una disputa en segundos.
- ¡Nada como un café bien caliente, señor barbas!- dijo Bécquer, riendo con la taza de café en la mano. El camarero le lanzó una mirada de complicidad.
- ¿Dónde está tu respeto? ¡Demasiadas golondrinas tienes en la cabeza, Gustavo! Es hora de que aceptes que el café frío es una maravilla.- argumentó Valle-Inclán.
Empecé a sentir repugnancia por toda la gente que se encontraba en el local. Discutían por tonterías y no paraban de argumentar cosas absurdas. No entendía nada. Definitivamente, aquello me estaba trastornando demasiado. Me puse las manos sobre la cabeza y decidí cerrar los ojos para volver a mi mundo, un mundo donde nadie tenía cuentas pendientes con escarabajos para así acabar con ellos o un mundo donde nadie estrellara una escultura en la cabeza de otro que pensara que el mundo en el que vivíamos no era real.
En ese momento, algo cambió el rumbo de mi mente. Una mujer, con una corbata bastante larga, entró en el café y se sentó en la mesa que yo acababa de desocupar. Su sonrisa me causó una sensación de bienestar increíble. Vestía sencillo y humilde. Me acerqué a ella hipnotizado por su buen ambiente, cuya esencia tranquilizó a todo el café.
- Es increíble que usted haya calmado a todos estos salvajes…- le dije. Ella se limitó a sonreírme.
- Simplemente, creen que lo que hacen es lo correcto. Pero nadie hace lo correcto. Ni nadie sabe lo correcto.
Tras quedarme minutos analizando su rostro medio envejecido, supe que era Gloria Fuertes. Me dijo que era mejor no hacerle caso a lo que hablen los demás, que debemos ir en nuestro camino sin desviarnos.
- La vida es un cuento. Y tú puedes hacer de esa ficción una realidad maravillosa.
Quedé embelesado por sus palabras. Desprendía una armonía increíble.
- Tenlo en cuenta, Amor.
Desde ese momento, quedé impresionado de por vida. Algo produjo un rayo de luz que me volvió al vacío. Mis ojos se volvieron a llenar de oscuridad. Había aprendido mucho aquel día, aunque, aquella mujer… ¿Cómo supo mi nombre?

La bajada a los Infiernos



LA BAJADA A LOS INFIERNOS

Por aquel entonces, me disponía a seguir investigando para completar una obra que dejé a medio acabar y seguí buscando enigmas y secretos de este, nuestro mundo, con la esperanza de no cansarme nunca de su fuente de conocimiento. En mi viaje a Tracia, unos pastores muy agradables que me encontré por el camino me dieron cobijo y protección durante cinco días. El bolso de piel que llevaba conmigo estaba sin provisiones y ellos no dudaron en rellenármelo para que no muriera de hambre. También me ofrecieron algunas jarras de agua, que yo acepté con eterna gratitud. Las frescas tardes de primavera, al atardecer, propiciaban el saber de los pastores más viejos, haciendo que brotaran de sus corazones leyendas que nunca parecían tener fin. Algunas personas que pasaban por allí, interrumpían su viaje y se sentaban alrededor de la gran hoguera que hacían cuando el Sol se despedía, para escuchar los cuentos de los pastores, que gustosos transmitían sus palabras a los oyentes. La tarde antes de partir y seguir mi camino hacia Tracia, un pastor anciano que estaba asombrando con sus palabras pueblerinas a más de uno que estaba sentado escuchándolo, se acercó a mi y me invitó a escuchar la leyenda que estaba a punto de contar. Su nombre era Lino y sus palabras parecían tan arrastradas como las arrugas de su piel.
- Hace mucho tiempo que pasó…- comenzó Lino frotándose la barba gris con los gastados dedos de su mano izquierda. Tenía un brillo especial en los ojos que se veía reforzado por el poder del fuego de la hoguera.-…pero aún lo recuerdo como si hubiera pasado ayer. Quizás los que vais a Tracia habréis oído hablar de un joven músico llamado Orfeo.
Algunos levantaron la mano en señal de afirmación. Otros se limitaron a escuchar atentamente las palabras del anciano, que, cada vez que las pronunciaba, sonaban con tono más misterioso.
- Cuentan que el lamento del hombre es el rugido más feroz que ha conocido el mundo animal. Sin embargo, detrás de la persona más fiera del mundo se encuentra a la vez su cosa más valiosa: su corazón.
- ¡Está claro!- exclamó una voz juvenil entre el tumulto. Los más adultos hicieron un sonido con la boca para que se callase.
Lino miró al fuego con intensidad y luego continuó su relato.
- Orfeo era un joven encantador y sensible. Gran discípulo de Apolo, fue dotado de los mayores secretos de la música. El dios le regaló su lira, y ese se convirtió en su tesoro más valioso. No había lugar donde Orfeo no fuera con su preciado instrumento. Apolo, por su parte, estaba muy orgulloso de él. Siempre le enseñaba todo lo que podía respecto a las artes, ya que ese tema al muchacho le volvía loco.- Lino hizo una pausa y me miró con ternura, como si los demás no existieran y la historia de Orfeo me la estuviera contando solo a mi.- Se pasaba todo el día tocando la lira por las calles y los bosques de Tracia, siempre cantando con su preciosa voz, embelesando a las jóvenes muchachas que salían a coger agua al pozo. Algunas personas, ciegas por las flechas de la envidia, no soportaban a Orfeo y aprovechaban cualquier oportunidad para robarle la lira. Pero Apolo nunca abandonó a su más adorado discípulo y siempre que veía amenazas a flor de piel, él lo defendía con uñas y dientes.
>>Pasaban los días y Orfeo crecía y crecía, hasta que se convirtió en un joven que, rozando la edad adulta, todavía no veía más allá de su lira, de su maestro y de su furor por aprender. Los más ancianos del lugar estaban desconcertados, pues pensaban que no podía ser posible que Orfeo no hubiera cortejado a alguna muchacha del pueblo con lo bello y sociable que era. Ensimismado en su aprendizaje musical, se perdió en un espeso bosque donde se decía que habitaban ninfas con poderes misteriosos. Sin escuchar las advertencias que los transeúntes que pasaban por allí le hacían, Orfeo se sentó en una gran piedra semejante a un trono y empezó a tocar su lira mientras cantaba una preciosa canción con su voz angelical. La música llamaba la atención de los animales del bosque, despertando su curiosidad hasta tal punto que todos se acercaban a escuchar a aquel chico que no dejaba de tocar y cantar con una voz más tierna que la de las musas. Poco a poco se fue haciendo de noche y los colores y sensaciones del bosque por la mañana dejaron paso a los ruidos extraños y el viento feroz. Orfeo decidió que ya era hora de volver a casa, pero como estaba totalmente perdido, se quedó dormido en la piedra, con la esperanza de recuperar el camino al amanecer. Cuando Orfeo abrió los ojos…
- ¡Estaba muerto!- exclamó un niño de unos cinco años que escuchaba con la boca abierta a Lino. El resto de personas rió. Otros pidieron silencio ante el jaleo.
- No, chiquitín…- rectificó Lino con una elocuente sonrisa.- Solo despertó en otro sitio…
>> Orfeo no se encontraba en la piedra, donde había pasado la noche. Esta vez estaba bajo una especie de cabaña formada por telas y hojas. Miró a su alrededor y vio que la puerta, formada por cañas, estaba abierta, y que otras casas iguales que en la que él estaba se repartían por un claro de un bosque. Salió al exterior y algo llamó su atención. Una mujer tan bella como las flores del jardín que había al lado de las casas se acercaba hacia él con una sonrisa.
‘Ah, estás despierto.’ le dijo la chica a Orfeo cogiéndole las manos. ‘Creí que estabas herido gravemente.’
‘¿Dónde estoy?’ preguntó Orfeo sintiéndose extraño. ‘No recuerdo haber estado aquí nunca.’
‘Tranquilo, chico’ dijo la chica, que parecía una ninfa, volviendo a sonreír. ‘Estás a salvo. Creí que estabas herido y anoche te recogí y te llevé a mi hogar. Estás en el sitio más profundo del bosque, el hogar de las ninfas.’
‘Debo volver a casa. Gracias por cuidarme. Pero debo encontrar el camino, ¿me podrías ayudar?’
‘Sí, claro, te ayudaré a encontrarlo.’ dijo la ninfa con dulzura. ‘Por cierto, soy Eurídice. Y tú debes de ser Orfeo, ¿no? No hay nada más que ver tu lira. Se habla mucho de ti por los alrededores.
Orfeo se ruborizó…
- ¡Y se enamoraron!- volvió a interrumpir el niño. Su madre, que estaba al lado, le regañó levemente por cortar a Lino, que parecía no perder la paciencia.
- Oh, cierto.- dijo el anciano con una amplia sonrisa pícara, que mostraba una cierta complicidad con el niño.- Y como todo aquel que cae en los brazos de Eros, a partir de ese momento no pudieron vivir uno sin él otro.
>> La noticia de que Orfeo y Eurídice estaban juntos se propagó por todo el pueblo y por todo el bosque. Las ninfas nunca se fiaron del joven y siempre aconsejaron a la chica que se alejara de él. En el pueblo, por el contrario, todo el mundo estaba contento por Orfeo menos una persona: Aristeo, el gran rival del joven. Aunque también fue educado por el dios Apolo, Aristeo nunca fue su favorito y siempre tuvo que tragar el increíble favoritismo que el dios sintió por Orfeo. El día de la boda, todo el pueblo acudió a felicitar a la pareja y grandes familias de todos los alrededores fueron invitadas. Justamente cuando comenzaba el banquete, Aristeo intentó secuestrar a Eurídice para vengarse de Orfeo, pero ésta, desgraciadamente fue mordida por una serpiente que andaba por allí en su huida de las garras del rival de su esposo. Eurídice cayó muerta en el acto, y Orfeo, muerto de dolor, vio como el amor de su vida se convertía en sombra para irse para siempre al mundo de los muertos.
- ¿No se despidieron?- preguntó una joven que estaba cerca del niño que había interrumpido a Lino.
- ¿Qué le pasó a Aristeo?- dijo un joven que estaba detrás de mí, escuchando con atención y sufriendo cada palabra que Orfeo vivía en carnes.
- La verdad es que Aristeo huyó sin más después de lo que había provocado…
>> Después de unos días, Orfeo decidió a toda costa que podía haber una esperanza para volver a ser feliz y se retó el mismo a recuperar a su amada del averno. Se dirigió al gran cráter que conducía al Hades y bajó por la gran escalera de piedra para atravesar el Lago Estigia. Allí se encontró al viejo Caronte, el barquero de los muertos. Pero Caronte no estaba muy de acuerdo en ayudarle a pasar al otro lado del lago para llegar al Infierno, así que Orfeo, con su as en la manga, sacó su lira y sentándose en una piedra se puso a tocar el instrumento mientras cantaba la misma canción que había hipnotizado a los animales del bosque donde había conocido a Eurídice.
‘Que música tan bella.’ dijo Caronte, embobado por tal melodía. ‘Esa música que tocas y esa voz tan bella se merecen una recompensa.’
‘Llévame al hogar de Hades. Y tocaré la pieza que quieras para ti.’
‘Sube a la barca. El viaje hacia la morada de los muertos está a punto de empezar.’
Caronte, hipnotizado, dirigió su fúnebre mano hacia la pequeña barca de madera, esperando a que Orfeo se subiera. Éste, sin dejar de tocar, subió a bordo y contempló como los remos del barquero empezaban a moverse mientras éste seguía escuchando la melodía de la lira. Mientras atravesaban el lago, se oían las voces atormentadas de las almas en pena, queriendo ser liberadas de aquel lugar para regresar al mundo de los vivos. Las aguas contenían una espesura oscura que hizo a Orfeo estremecerse. Le daba la impresión de que cualquier cosa podía salir de las profundidades. Tras pasar el velo casi invisible que separaba el mundo de los vivos con el mundo de los muertos, Orfeo desembarcó y fue víctima de una terrible sacudida que lo hizo dar un paso atrás. Caronte, por su parte, notó que el joven había dejado de tocar la lira y se marchó sintiéndose engañado. Pero los peligros no habían acabado para Orfeo. Ante las puertas rocosas del Infierno, el gran perro Cerberos estaba dispuesto a destrozarlo en mil pedazos. Su rugido resonaba en toda la inmensa cueva. Su estruendosa voz apagaba los lamentos de los muertos.
¡Quién osa molestarme! ¡Lo pagará caro!’ gritaba el monstruo con su voz diabólica.
Orfeo, aterrorizado, probó una vez más a tocar su lira para ver si hipnotizaba al perro como había hecho con el barquero Caronte, y en efecto…
- ¿Funcionó? ¡Maravilloso!- gritó un oyente que se encontraba un poco retirado de Lino, en la parte de atrás del grupo.
- Sí, funcionó.- continuó el anciano.
>>Cerberos dejó pasar a Orfeo, embobado por su música, y éste entró en el palacio de Hades tras abrirse las grandes puertas de piedra. Una vez que estaba allí, solo tenía que hablar con el dios de los muertos, Hades, y con su esposa Perséfone. Si lograba convencerlos de que amaba muchísimo a Eurídice y que todo fue provocado por el odio de su rival, dejarían regresar a su amada al mundo de los vivos. Y, como Orfeo esperaba, Hades y su esposa cayeron en la tentación de la música del joven. Parecía como si, mientras la lira lanzara al aire sus mejores acordes, una armonía esplendorosa cubriera los lamentos de los muertos y el ambiente de tristeza se esfumara.
‘Tu amada volverá contigo sana y salva con una condición.’ dijo Hades, envuelto por la melodía que salía de la lira de Orfeo. ‘Debes de caminar delante de ella hasta salir de los Infiernos. Ella caminará detrás de ti, esperando ver la luz del Sol. Pero como tu osadía revele tus deseos y te atrevas a mirar hacia atrás para mirarla hasta que los dos no estéis fuera de aquí…la perderás para siempre.’
Orfeo aceptó la condición y Hades ordenó a las sombras del averno que trajeran a Eurídice de las cárceles de los muertos. Eurídice, que todavía no estaba completamente viva, sonrió a Orfeo y éste notó como una sensación de júbilo invadía su cuerpo. Lo había conseguido. Ya solo quedaba lo más fácil, salir del Infierno como había entrado: gracias a su lira. Pero esta vez con la persona más importante de su vida al lado.
- ¿Consiguieron salir?- preguntó de nuevo el niño, que se moría de ganas por oír lo que pasaba. Me daba la sensación de que Orfeo y Eurídice eran viejos conocidos, de la manera en que la contaba el viejo Lino. Todos tuvieron la sensación de que estaban allí con ellos, como si estuvieran escuchando su propia historia contada de la boca del anciano.
- Orfeo y Eurídice consiguieron salir del palacio y llegar a donde se encontraba el monstruo Cerberos. Orfeo mantenía la esperanza de que sus nervios y sus ganas de besar a Eurídice no lo traicionaran. Se moría de ganas de abrazarla, de decirle que todo estaba bien, que la salvaría mil veces más porque la amaba con locura, y, sin embargo, no podía… Eurídice, detrás, aumentaba su sonrisa y su orgullo por su amado a cada paso que daban para salir de los Infiernos.
>> La chica era consciente de que un arrebato de pasión podía echarlo todo a perder.
‘Tranquilo, cielo.’ le dijo a Orfeo, tranquila. ‘Lo estás haciendo muy bien. Ya estamos cerca de la luz del Sol. Por fin estaremos juntos después de tanto tiempo.’
Pasaron el lago Estigia gracias de nuevo a la magia de la lira, y Caronte se despidió de ellos esta vez de una forma melodiosa y educada, tras haber escuchado una vez más los acordes del instrumento. Orfeo moría de ganas de girarse y pensó que al principio no le había resultado tan difícil cumplir la condición de Hades. Cuando estaban subiendo la escalera de piedra y el Sol rozaba el interior de la cueva, una sonrisa gigante apareció en el rostro del joven. ¡Por fin eran libres! Orfeo saltó a la superficie y, bruscamente, se giró sobre si mismo para matar sus ganas de ver a los ojos a su amada. Pero Eurídice, que todavía permanecía entre las sombras del averno, lo miró horrorizada. Orfeo, recordando las palabras de Hades, intentó sujetar a la ninfa por el brazo para sacarla de ahí, pero ésta, que se había vuelto sólida a lo largo del viaje, se tornó transparente. Orfeo, desesperado y sacando fuerzas de donde no las tenía, observó como el amor de su vida era arrastrada de nuevo a los Infiernos. Eurídice gritaba y gritaba, pero de nada le servía. Un joven en el suelo, llorando sin cesar y sin parar de gritar ‘¡Eurídice, no me abandones! ¡Eurídice, no puedo estar sin ti! ¡Por favor, Eurídice!’ fue lo último que la ninfa vio antes de adentrarse en el palacio de Hades.
‘Prométeme que vas a estar bien. ¡Prométemelo!’
La ninfa gritaba manteniendo la esperanza de apagar las voces de Orfeo y que éste pudiera escucharlo. El eco de sus palabras sonaba más distante.
‘Te lo prometo…’ dijo Orfeo golpeando de rabia la piedra y llorando más fuerte.
‘No me olvides…’ dijo Eurídice. Y su voz se perdió en las profundidades de la cueva. Después, el silencio invadió el corazón de Orfeo y éste, llorando de dolor, dejó que su rostro acariciara los hilos de luz que le llegaban. Pero el Sol se fue de repente, y los truenos, la lluvia y la tristeza invadieron el alma del joven, que se retiraba del cráter del averno con su lira en las manos.
‘De nada sirvió el esfuerzo, vieja amiga.’ gimió Orfeo acariciando la lira.
- ¿Qué pasó después con Orfeo?- preguntó el niño, que era el único que no lloraba de los presentes. Lino, a quien se le había escapado una lagrimita, le respondió con suavidad:
- Orfeo nunca volvió a enamorarse. Estaba seguro de que nadie le podía cambiar la vida como lo había hecho la ninfa Eurídice. Después de la definitiva muerte de su amada, se dedicó a propagar su sentimiento de culpa por todos los bosques y los pueblos a donde iba. Cansado de su vida, se retiró a las montañas, donde tocó la lira hasta que los dedos le sangraron, abatido por el dolor de la muerte del amor de su vida, que nunca le abandonaría.
>> Las palabras de Eurídice se mezclaban en la mente del joven: ‘No me olvides’. Desesperado, huyó de las montañas al bosque, donde las ninfas, amigas de Eurídice, acabaron con su vida. Orfeo había mantenido su secreto toda su vida en su soledad. No había amado a nadie más. Se había mantenido fiel a Eurídice incluso después de muerta. Dicen que las últimas palabras que Orfeo dijo antes de morir fueron ‘te amaré por siempre’, aunque solo es una suposición. Otras personas dicen que simplemente aceptó su terrible destino en silencio y lo tomó como un castigo por no cumplir la condición que le había impuesto Hades.
El silencio enmudeció a los presentes. Lino se levantó y decidió finalizar su cuento.
- Y así es como el amor nos puede llevar a la perdición de lo que más queremos. Dicen que Orfeo se convirtió en algo espantoso tras la muerte de Eurídice. La desesperación y la tristeza hicieron de él una bestia feroz. Pero detrás de aquel maquillaje de monstruo, se encontraba su amor eterno por Eurídice, la única mujer que había amado con todas sus fuerzas. Hoy en día, cuentan que el lamento de Orfeo se convierte en música al rozar el aire, y que ello provoca la brisa de primavera. Brisa que acompaña a los enamorados en dicha estación, y que vela por su seguridad para que no caigan en el mismo error en el que cayó el joven: dejarse traicionar por sus propios sentimientos.
Tras finalizar el relato, los presentes aplaudieron a Lino, que se ruborizó y tras unos momentos contestando las dudas de los oyentes, se retiró a su cama.
Permanecí despierto toda la noche, reflexionando sobre la historia de Orfeo y Eurídice. Y de pronto una brisa me acarició el cabello con una inverosímil suavidad. Supe entonces que el alma de Orfeo me protegería mientras me lanzaba a las tierras de Tracia a escribir sobre grandes historias enigmáticas y llenas de aventuras y leyendas.  

El secreto del clérigo



EL SECRETO DEL CLÉRIGO

Ignacio recorría la iglesia al mismo tiempo que contemplaba los rostros de las esculturas barrocas con cierta curiosidad. Con casi las luces apagadas y con miles de sombras que bañaban toda la nave del edificio, la iglesia parecía una cueva que hubiera servido de refugio para algún animal salvaje. Subió al altar y observó la inmensa cruz estampada en el retablo mayor, que sostenía el cuerpo inerte tallado en madera de Jesucristo. Le dio la impresión de que aquel día la imagen estaba rara, como si le hubiera pasado algo extraño durante su ausencia. Se dirigió a la sacristía para desvestirse de la casulla verde y soltó la pequeña Biblia que llevaba entre las manos. Suspiró. La misa había llegado a su fin y el descanso estaba servido. Aunque no descansaría mucho debido a que tenía que organizar algunos papeles que habían llegado de la diócesis.
Un sonido brusco azotó la cabeza de Ignacio. Despertó enseguida, mirando a su alrededor alarmado, como si hubieran lanzado una bomba a su lado. Se dio cuenta de que tenía algunos folios en su regazo. Se había quedado dormido. El pasillo que llevaba al altar estaba más oscuro de lo normal. Se preguntó si las pocas velas que había dejado encendidas en la nave estaban todavía iluminando la iglesia. Cuando llegó al altar, un zumbido chocó en sus oídos provocándole un inmenso dolor. El dolor se hizo cada vez más fuerte, y más, y más. Ignacio cayó de rodillas frente al altar, bajo la mirada de más de veinte santos que permanecían en silencio en el altar mayor. El anciano se dio cuenta de que la inmensa cruz que adornaba el retablo ya no estaba. Ni siquiera habían dejado el cuerpo del Mesías. Con los ojos como platos y un terror enorme que le estaba entrando por la garganta, Ignacio se levantó aún con el zumbido en la cabeza e intentó salir de la iglesia. Alguien le estaba persiguiendo. Cuando el sacerdote se disponía a salir por la puerta para avisar a las autoridades de un posible ladrón en la casa de Dios, una fuerza inexplicable se rio de su gravedad y lo lanzó contra una columna. Dolorido y con los ojos medio cerrados, Ignacio pudo observar como el cáliz que minutos antes había utilizado para oficiar la misa estallaba en mil pedazos.
- ¡No estoy loco!- le gritó el anciano sacerdote a un agente de policía horas más tarde.- Le digo que ese cáliz ha explotado solo y que han robado la cruz que presenciaba el retablo mayor. ¡Y algo me ha estampado contra una de las columnas! ¡Debe creerme!
- Tomaremos nota de ello…- dijo el agente mirando al sacerdote como si estuviera mal de la cabeza.- Buenas tardes, padre.
Días después del extraño suceso, Ignacio se propuso olvidarlo de una vez por todas y seguir con su vida normal y corriente. Era lunes y el día estaba más tranquilo de lo normal. Ignacio supuso que los más de siete mendigos que se acumulaban en las puertas de la Iglesia para pedir limosna no vendrían aquella tarde. Algo le inquietaba. Al principio creyó que lo que perturbaba su conciencia era la tranquilidad aterradora que reinaba dentro del edificio. Luego cayó en la cuenta de que por más que intentara olvidar lo ocurrido días atrás, aquel extraño y paranormal suceso no se borraría jamás de su mente.
- Perdone, padre.- interrumpió una voz a las espaldas de Ignacio, mientras éste pensaba en todo lo que había ocurrido mirando el sitio vacío que había en el retablo del altar.
- Buenas tardes, hijo. ¿En qué puedo ayudarte?- preguntó Ignacio con la voz rasgada.
Frente a él se encontraba un hombre vestido completamente de negro. Llevaba corbata negra un poco más clara que el traje. Tenía los ojos claros como la misma luz y el cabello rubio. Ignacio nunca había visto una piel tan transparente como la de aquella persona. Los ojos felinos y la mirada desafiante inquietaron al sacerdote. Algo le perturbaba de aquel extraño, pero las palabras de éste le interrumpieron su análisis.
- Quería confesarme.- dijo el hombre de negro, arrastrando sus palabras como si fueran bolas de billar. Su tono de voz era frío y oscuro, como si no transmitiera ningún sentimiento a la hora de hablar de confesarse con un sacerdote, como si no presentara culpa ninguna. Ignacio solo veía en sus palabras seriedad.
El sacerdote entró en el confesionario decidido a desenmascarar aquel sentimiento que le confundía a la hora de hablar con el extraño. Éste se puso de rodillas y clavó sus ojos fríos y abiertos, claros como el agua cristalina, en la mirada de Ignacio, que empezaba a perder la paciencia. El penitente murmuró unas palabras en voz baja, ignorando al sacerdote, que se acercó a la rejilla para oír lo que decía. Era latín.
- Ave María Purísima.- dijo el penitente con lágrimas en los ojos.
- Sin pecado concebida. Cuéntame tu perturbación, hijo.
- Padre, estoy atormentado por el acto más vil que el hombre puede cometer.- dijo el extraño con un tono de voz que volvió a ser frío y sin sentimiento alguno, dejando a un lado las lágrimas.- Voy a asesinar a una persona, padre. Y voy a asesinarla dentro de unos días, de una forma horrorosa, inhumana. Pero debo hacerlo. En el pasado tuve cuentas pendientes con él y debe morir. Debe morir para que se haga justicia.
Ignacio se quedó mudo. No daba crédito a lo que oía. Aquel hombre le estaba contando que iba a matar a una persona dentro de unos días y él no podía hacer nada. Maldijo una y otra vez su conversación con aquel individuo que cada segundo que pasaba le perturbaba aún más. El penitente se acercó a la rejilla y clavó sus ojos en el rostro de Ignacio.
- Benedictus qui venit in nomine Domini.- pronunció el hombre de negro acompañándose de una mueca que a Ignacio le pareció una sonrisa de satisfacción.
El extraño se levantó y sin ninguna palabra más se marchó. Ignacio se quedó petrificado. No sentía las piernas y su mente estaba más confusa que antes de la llegada de aquel hombre vestido de negro. ¿Cómo podía avisar a la víctima? ¿Cómo podía evitar el cruel asesinato? Ese hombre que iba a ser asesinado iba a morir de una forma horrorosa y en manos de ese misterioso extraño que minutos antes había pisado la Iglesia para confesar su crimen preparado. Ignacio entró de golpe a la sacristía y cogió el teléfono, dispuesto a llamar a la policía. Cayó en la cuenta de que aquello era secreto de confesión, pero no le importaba. Ignacio siempre había valorado muchísimo la vida humana y creyó que aquel extraño de negro podía ser perfectamente un asesino en serie o alguien buscado por las fuerzas del orden. La policía no contestaba. Cuando Ignacio parecía tener todas las esperanzas perdidas, alguien habló desde el otro lado. El sacerdote contó su problema con la voz entrecortada, dejando a flor de piel sus nervios y su confusión, que se mezclaban en un torrente de emociones y miedo que no le dejaba apenas hablar.
Más de un mes pasó desde que aquel extraño penitente completamente vestido de negro se confesó ante el padre Ignacio. Frecuentemente, agentes de la policía vigilaban los exteriores de la iglesia y los alrededores, aunque no creían al cien por cien las palabras del anciano sacerdote, a quien tomaban por un hombre mayor que veía alucinaciones debido a su avanzada edad. El sacerdote tuvo durante algunos días pesadillas con el extraño que había visitado su iglesia; horribles sueños que solo acababan con la muerte de él a manos del derrumbe del propio edificio. También soñaba a veces con un cajón forrado de tela morada, pero éste solo aparecía en un fondo negro sin mostrar ningún lugar conocido.
Conforme fueron pasando las semanas, Ignacio se concienció de que tenía que seguir con su vida por muy difícil que le resultara continuar debido a los extraños sucesos que le habían ocurrido en días anteriores. Un día por la tarde, cuando el Sol se disponía a decir adiós una vez más y el crepúsculo bañaba todo el horizonte, Ignacio salió de la sacristía, donde había estado metido toda la tarde leyendo un libro de historia que le había dejado su amigo unos días antes, y se dirigió al altar para rezar como todos los días. Ahora que la iglesia estaba tranquila y silenciosa, la soledad de uno mismo era el mejor acompañante para estar en paz con Dios. Para su sorpresa, tres ancianitas con velos negros y largos y ropajes antiguos y oscuros estaban de rodillas ya allí, mirando hacia abajo y pronunciando oraciones ininteligibles. Ignacio se acercó a las ancianas con gesto de confusión, ya que había cerrado la Iglesia unas horas antes para, precisamente, disfrutar de su persona. ¿Por dónde habían entrado?
- Perdonen, señoras. La iglesia ya se ha cerrado. Si son tan amables…
- Esta es la casa de Dios.- se atrevió a replicar la más arrugada de las mujeres.- Y Dios siempre tiene las puertas abiertas para nosotras. Somos sus siervas.
Y la mujer siguió rezando en voz baja y con la cabeza orientada al suelo. Ignacio cerró los ojos y suspiró. Parecía que las otras ancianas no se habían dado cuenta de nada. El sacerdote decidió dejarlas en paz y seguir leyendo en la sacristía hasta que ellas le dijesen que le abrieran la puerta para irse. Al llegar a su pequeño espacio personal, Ignacio sintió que sus piernas no le respondían. El zumbido de hace unas semanas había vuelto. Corrió a pedir ayuda a las ancianas que se encontraban rezando en el altar, pero no había nadie. Lo que si adornaba el suelo de la iglesia era sangre. Ignacio se horrorizó y lanzó un chillido, que resonó en las paredes del edificio. Las tres ancianas estaban colgadas de un retablo que daba acceso a la capilla mariana. Ignacio no se atrevió ni a acercarse. Contempló de rodillas el horror en la expresión de las tres mujeres y se echó las manos a la cabeza. Hizo un amago de levantarse pero cayó fulminado por una fuerza que lo empujaba hacia el suelo.
- Nada de eso, padre.- dijo una voz fría a sus espaldas. Ignacio reconocía esa voz; ya la había oído antes. Y precisamente no había pasado mucho tiempo desde que la oyó por primero vez.
El sacerdote se giró y contempló al hombre de negro y de piel transparente como el cristal situado frente a él, mirándolo con malicia y con una mueca de satisfacción. Daba la impresión de ser un psicópata que se había escapado del manicomio. Ignacio intentó con todas sus fuerzas ponerse de pie, pero no lo consiguió. Una fuerza actuaba en contra de sus amagos y se encontraba totalmente aprisionado al suelo, como si estuviera cautivo con cuerdas invisibles.
- La memoria de los justos será bendecida, pero el nombre de los malvados se pudrirá.- dijo el penitente acercándose a Ignacio y acariciándole el cabello. Las gotas de sudor resbalaban por el rostro del sacerdote a una velocidad extrema. No conocía a aquel hombre y sentía en su interior un miedo azotado por la desesperación.- Proverbios 10:7.
Ignacio seguía en silencio, avispado ante cualquier paso del misterioso hombre.
- Justos… ¿y quién es justo hoy en día? Pasando los muros de este viejo e inservible edificio no hay más que hipocresía y miseria. Unos padres que no cuidan de sus hijos, un gobierno que no se preocupa por su pueblo, un inocente que se pudre en la cárcel sin haber cometido algún crimen… ¿acaso esas personas creen en la justicia?
Los ojos del sacerdote empezaron a botar lágrimas de perdición. Estaba sumido en la más profunda desesperación. Las ancianas habían muerto de una forma horrible y él no había podido hacer nada. Solo confiaba en que hubiera algún agente de policía fuera vigilando.
- Pero claro.- continuó el penitente.- ¿Qué sabrá de justicia un miserable como tú que se aprovecha de los sentimientos de los demás? Un miserable que no deja que las personas que realmente necesitan amor piensen por sí mismos. Siempre estará la garrapata Ignacio para fulminar las vidas de los fieles…
- Yo no obligo a nadie a creer en nada…- dijo Ignacio con la voz entrecortada, sintiendo en su corazón una muestra de arrepentimiento por lo que había dicho.
- ¿Ah no?- dijo el hombre de negro.- ¿De verdad que no? Eres muy valiente, Ignacio. Pero eso no te hace huir de la verdad… ¡te lo demostraré!
De pronto, las paredes de la iglesia desaparecieron y todo se volvió negro. Ignacio ya no veía a las ancianitas ni el retablo mayor. Ahora estaba tirado en un suelo negro viendo como su persona y la de aquel transparente y rubio hombre flotaba. El penitente rió y en el momento en que su risa dejó de resonar en aquel espacio oscuro, la iglesia volvió al lugar que le correspondía. Pero algunas cosas estaban cambiadas. Ignacio no daba crédito a lo que veía. Había viajado en el tiempo. Vio como un sacerdote mucho más joven que él entraba al altar y se ponía de rodillas para rezar. Acto seguido, las puertas de la iglesia se abrieron y una docena de jóvenes lo saludaron.
- Fíjate bien en esa gente, Ignacio. ¿Te suenan?
- Sí…- se atrevió a decir el sacerdote, haciendo que de sus ojos salieran todavía más lágrimas.
- Esos chicos… ¿fueron tus…discípulos? Ellos no creían en ningún dios y tú los convertiste. Pero ese no era tu propósito, ¿verdad? No pretendías darles esperanzas de vida eterna o transmitirles enseñanzas de Cristo. Tu único objetivo era el dinero y sobre todo, recuperar tu honor por lo que hiciste. Pensabas que teniendo a gente alrededor tuyo, tu nombre se limpiaría de una vez por todas, y si eso traía consigo el dinero que les podías sacar para misiones de caridad que nunca llegaron a ser, mejor, ¿no?
Ignacio se preguntó como sabía aquel hombre todo eso. Cayó en la conclusión de que eso solo podía ser un sueño.
- Era joven. Necesitaba el dinero para buscarme la vida. Mi madre no quiso saber nada de mi después de aquello… ¡creí que rodeándome de amigos podría salir adelante! Es duro no tener ninguna persona en quien confiar a los diez años. Era un apestado, y por eso decidí confiar en alguien que sabía que siempre me perdonaría…
- Dios.- sentenció el penitente, agarrándole la cara a Ignacio con fuerza.
- Exacto.- dijo el sacerdote librándose de las garras de aquel hombre.
- Así no funciona el juego, padre. Las personas no son títeres. No puedes usarlas para beneficiarte. No puedes usarlas para hacer como que el asesinato de tu padre no ocurrió.
Ignacio sintió como un escalofrío invadía todo su cuerpo. Aquel recuerdo, aquel suceso, aquel horror…no podía soportarlo. No quería volver a pensar en lo que le había atormentado todo este tiempo desde los diez años. El misterioso hombre volvió a viajar en el tiempo y reinó el orden.
- Nadie tiene la culpa de la muerte de tu padre. Tú lo mataste. ¡TU LE ROBASTE LA VIDA!- bramó el penitente haciendo que su voz resonara por todo el edificio.
- ¡No! ¡No! ¡Fue un accidente! Estábamos limpiando las escopetas, y yo quería jugar…yo no quería. ¡Quería ser como él de mayor! Me sentía bien imitando a mi padre porque lo admiraba. Fue un accidente...fue…oh…Dios, ¡Perdóname! ¡Perdóname!
- Estás sentenciado.- dijo el misterioso hombre desde la penumbra de la iglesia.- Nadie puede salvar tu alma condenada.
Ignacio se puso de pie como pudo, resistiéndose a las fuerzas que lo aprisionaban. Consiguió romper la barrera que lo mantenía cautivo y echó a correr hacia la puerta de la iglesia. Mientras alcanzaba la salida, las capillas y los retablos se iban derrumbando, amontonándose los escombros en la puerta principal. El penitente seguía quieto, clavado en el altar observando cómo su presa escapaba. Ignacio decidió abandonar la iglesia por la sacristía, que comunicaba con una salida exterior. A pesar de sus esfuerzos, al llegar a ella se vio atrapado por las fuerzas que habían impedido su movimiento en el altar. Entró a la sacristía arrastrándose por el suelo y abrió un cajón de la mesa que había en el centro. El cajón, forrado de tela morada, contenía un colgante de plata, único recuerdo de su padre. Se abrazó a él y se acurrucó debajo de la mesa, viendo como la sacristía empezaba a derrumbarse. Supuso que la iglesia había llegado al fin de su existencia; la destrucción la estaba consumiendo poco a poco.
El penitente localizó a Ignacio y lo agarró del cuello, observando el colgante del padre del sacerdote, que oscilaba en su pecho.
- Los pecadores van al infierno, padre…- susurró el misterioso hombre mostrando una sonrisita escandalizadora.
Poco a poco, la habitación empezó a arder. Y no solo la sacristía. La iglesia entera se cubrió de fuego. Ignacio vio como las llamas destruían los documentos, los cuadros, los muebles, las figuras de los santos…todo estaba perdido. Aquel era su final. Se abrazó al colgante su padre mientras observaba como el penitente desaparecía en el fuego. Pensó en el último recuerdo bonito que tenía de su infancia: una estampa de él y su padre jugando a los policías. Cerró los ojos y notó como alguien cogía su mano. Los abrió de nuevo y se dio cuenta de que a su lado, en medio del fuego, una especie de luz le acompañaba. Esa luz le emanaba una tranquilidad y armonía insuperable. Entonces, sonriendo y volviendo a cerrar los ojos para no abrirlos nunca más, se dio cuenta de que el único amigo que había tenido en toda su vida le acompañaría hasta el final.